Domingo XVII del Tiempo Ordinario

Quizá el más grande acierto de la llamada Teología de la Liberación haya sido haberse apoyado en el principio bíblico de que Dios nos ama desde que fuimos concebidos en el vientre de nuestra madre, es decir, que no espera a que nosotros nos arrodillemos para rezarle, porque ya nos amaba mucho antes. Por ello esa teología afirma que la fe cristiana debe trabajar para lograr que la dignidad humana sea protegida y afianzada, sobre todo la de los indefensos, los más pequeños, los débiles, los pobres, los hambrientos. Por ello, conforme al Evangelio, se debe entender que el alimento no puede ser visto como privilegio de pocos, que comer es un derecho de toda la humanidad, porque todos somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza y llamados por él a vivir en plenitud, cada uno en el segmento de historia que le toca. Desde Cristo nos damos cuenta de que la primera obligación del cristiano es trabajar para que todos los hermanos tengan al menos un pedazo de pan para llevarse a la boca.

En la primera lectura el profeta Eliseo anuncia, con un signo más bien pequeño, que la preocupación por el hambre de los hermanos tiene sentido desde la fe. Eso debemos asumirlo con entusiasmo y responsabilidad. Alguien regala al profeta, quizá para él, 20 panes de cebada, es decir, panes de la pobreza. El profeta pide al sirviente que distribuya los panes a las 100 personas que están allí sufriendo hambre. Al sirviente esto le parece absurdo, pues no será suficiente. Eliseo insiste en que se distribuya el pan y entonces se produce el milagro, porque, como dice la Palabra de Dios, todos comieron y sobró.

Por unas semanas vamos a cambiar el evangelista. San Marcos es muy breve. Por ello, por unas semanas leeremos a San Juan, su capítulo 6, el sermón del Pan de Vida. Pero no nos alejaremos de lo que proponía San Marcos, que Jesús consoló e instruyó a la multitud a los que había visto como ovejas sin pastor. Luego vienen las necesidades materiales de aquella gente. El hambre que sienten debe ser aliviada. Pregunta, pues: “¿Dónde compraremos pan para tanta gente?”. Pero sólo para probar a los suyos, dice Juan, porque ya está listo para multiplicar los panes. Ese milagro de aquella tarde, signo de la divinidad compasiva de Cristo, da espacio para otra opción, porque nosotros hoy no podríamos hacer milagros. Para multiplicarlos usemos un método que se parece al de Jesús, usemos su misma herramienta. Me refiero a recurrir a los demás, gente que, como el niño del Evangelio, sin mucho pensarlo y en el Nombre de Jesús, estén dispuestos a poner sus panes a disposición de todos, que deseen ser generosos, ser por su iniciativa o por nuestra sugerencia. Eso es urgente en nuestra comunidad humana. Entre nosotros lo esencial es aprender a compartir, buscar un mundo mejor por medio de la generosidad.

La segunda lectura, precisamente, nos pide comportarnos de una manera digna de la vocación recibida, vocación a ser creyentes, amorosos, comunitarios, a ser cristianos. Que la humildad, la mansedumbre y la paciencia nos ayuden a sostener a los demás, conservando la unidad del Espíritu, el vínculo de la paz. El único Dios, uno y Trino nos llama a formar una comunidad amorosa con toda la humanidad, imitando la comunidad divina. La vocación humana, la cual espera que podamos un día unirnos en Dios, nos pide experimentar acá a vivir en comunidad, sirviendo a los demás, amándolos y abandonándonos en el amor de Dios. De eso se trata, esa es la clave, esa es la cruz que debemos aprender a llevar.

Comparta este artículo:

Compartir en Facebook
Compartir en WhatsApp
Compartir en Twitter
Compartir en Telegram
Compartir por Correo Electrónico
Imprima

Comente