XXXI Domingo del Tiempo Ordinario

Si sintetizáramos la liturgia del presente domingo, deberíamos recordar las últimas noticias del Papa Francisco y del Sínodo de la «sinodalidad», que tuvo lugar en Roma en el mes de octubre y que discu-tió mucho el clericalismo, este vicio que corrompe y corroe las entrañas de los servidores de la Iglesia, clérigos o laicos, que andan buscando ser figuras notables, asumir poder, tener privilegios, fama, fortuna o quien sabe que otra barbaridad. El sínodo no terminó todavía, pues continuará en octubre del 2024, aunque ya hay adelantos sobre aquello que debe revisarse en la vida de la Iglesia, sobre todo ante esa viciosa característica humana de buscar, por todos los medios, ponernos por encima de los demás.

Es muy llamativo el acento del profeta Malaquías en la primera lectura, que al inicio del texto dice: “¡Y ahora, para ustedes es esta advertencia, sacerdotes!”. Dejemos claro que los sacerdotes del Nuevo Testamento no tienen nada que ver con aquellos del Antiguo Testamento, hombres dedicados a los sacrificios y que no fueron importantes sino en los últimos 300 años a. C. De hecho, las figuras más destacadas entonces no eran sacerdotes, sino profetas, escribas y ancianos, en fin, estudiosos de la palabra. Los sacerdotes tenían un gran negocio con los sacrificios y esas ganancias enormes al ofrecer las víctimas. Es penoso reconocer que a veces no pasaban de ser simples carniceros. Por ello Malaquías, de parte de Dios, les reclama haber corrompido el culto usurpando posiciones de poder que no les correspondían, porque todos tenemos un solo Padre, nos ha creado un solo Dios y hemos traicionado la alianza.

En el texto del Evangelio Jesús, sin aludir a los sacerdotes que le interesan poco, se refiere a los escribas y fariseos, los maestros de la ley, los predicadores. Jesús, aún sabiendo que hay algunos que son buenos seres humanos, reconoce que hay muchos muy corruptos. Por ello pide a sus oyentes: “hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen”. La tajante sentencia de Cristo evidencia este valor supremo de la palabra de Dios que podría pasar por alto. De hecho, muchas veces rechazamos la predicación por el predicador, que es mediocre, pero la palabra siempre salva, incluso anunciada por un mediocre. Escuchemos la palabra y pongámosla en práctica porque nos traerá salvación, y no nos fijemos en quien la anuncia.

Cristo, pues, lamenta que haya quienes se dedican a la predicación buscando su propia zona de confort, ansiosos de tener una fuente de enriquecimiento, prestigio, poder, manipulación. Por eso el mismo uso de títulos para referirse a estos servidores de la palabra resulta peligroso. Porque eso de dejarse llamar maestro o padre, podría terminar siendo un mal signo. En realidad, todos dependemos de Dios.

En contraste con esta posición tan rala, lamentable y triste, la segunda lectura destaca la pureza de la tarea realizada por los predicadores del Nuevo Testamento. San Pablo garantiza que su propio trabajo fue en las mejores condiciones posible, como una madre que alimenta su hijo, en la certeza de que lo que ha anunciado es precisamente la Palabra de Dios que actúa con eficacia en los creyentes.

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