Una maravillosa página del Evangelio sustenta el acontecimiento más importante que viven los seres humanos, me refiero al matrimonio. En la primera lectura, tomada del libro del Génesis, se nos propone, con un lenguaje profundamente catequético, la segunda narración de la creación: Dios, habiendo querido dar al hombre una ayuda suficiente para su existencia, al no darse por satisfecho porque el ser humano no encuentra igualdad en aquellos seres que ha conocido, le manda un profundo sueño, le saca una costilla de su costado y le hace de allí una compañera de manera que, según el testimonio del propio Adán, termina siendo perfecta pues es hueso de sus huesos y carne de su carne. Al terminar este precioso texto surge por primera vez la frase más repetida de toda la Sagrada Escritura: “por eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne”.
En el Evangelio le preguntan a Jesús si el divorcio es lícito. Nuestro Salvador, utilizando su enorme conocimiento de la voluntad del Padre, les pide recordar lo que dispuso Moisés. Ellos le recuerdan el acta de repudio y Jesús responde que si Moisés aceptó esa forma de divorcio fue sólo por la dureza del corazón de los hebreos, vamos a agregar que el de los varones hebreos, que nunca quisieron perder la oportunidad de tener una nueva esposa cuando les resultara placentero o útil. Pero Jesús reitera con absoluta severidad, a partir de la frase ya citada: “Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne”, que el divorcio no es viable, que la separación de la pareja unida por Dios es un acto contrario a la voluntad de Dios. Y sella su argumento diciendo: “que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Jesús aclara así que la separación matrimonial, sobre todo en aquellos momentos en que la mujer quedaba completamente desprovista y abandonada, junto con sus hijos, lo que sucedía cuando el hombre la abandonaba o moría, es una injusticia sin nombre ni medida. El divorcio en tiempo de los hebreos era un simple pedazo de papel en el que el hombre manifestaba el deseo de separarse, pero eso no podía hacerlo la mujer. Esto es delicado pues el matrimonio está ligado a leyes humanas y divinas. Nosotros como Iglesia conocemos casos, y cada día son más, en que algún matrimonio fue construido sobre una base falsa, sobre falta de madurez, mentiras, errores, y sabemos muy bien que, porque el matrimonio es un contrato, en el momento en que hay una base falsa en cualquier contrato, este resulta nulo. Cuando esa nulidad es posible probarla, el matrimonio se declara nulo y simplemente ya no existe. Pero de eso no es de lo que está hablando Jesús. Los que nuestro Salvador menciona son los casos injustos en que el abandono de la relación surge por la mera decisión muchas veces en justa de alguno de los cónyuges.
En la segunda lectura, de la carta los hebreos, aprendemos a dar gloria a Jesucristo, el que nos acaba de enseñar cosas tan hermosas, y se nos pide que aprendamos también a verlo coronado de gloria y esplendor, precisamente porque él murió y resucitó por todos nosotros. Esta muerte suya, a manera de angustia redentora, es el signo mediante el cual Dios nuestro Padre, santificó a todo el género humano, porque si Jesús muere por todos, lo hace asumiendo nuestra muerte, de modo que nosotros ya no tenemos que morir. Ya no tenemos ningún temor y ahora podemos llamar hermano nuestro a Jesucristo. Él es nuestro hermano pues comparte nuestra naturaleza, porque ha muerto y resucitado para darnos vida eterna, pero también lo es porque nos ha hecho hijos de Dios.