XXVI del Tiempo Ordinario.

En este luminoso domingo descubriremos algo fundamental, una idea que muchas veces no nos ha parecido importante, porque no la conocemos o no la hemos entendido bien: pleitos por diferencias religiosas. Esa idea traiciona nuestra propia religiosidad y, sobre todo, nos hace comprender mal lo que Cristo quiere de nosotros. Nada hay nada más desagradable que las luchas entre grupos religiosos que, aunque se parezcan mucho, se diferencien en algunos pocos elementos, siguen enfrentados. Los miembros de esos grupos se dedican a echarse en cara esas diferencias llevando al fracaso toda actividad posterior. Hoy Jesús hace alusión a algo muy específico, el rechazo que con frecuencia vivimos hacia alguna persona que, porque no es del grupo, hacer el bien a los demás, es pecado. Jesús, pues, declara con absoluta y total franqueza: “el que no está contra nosotros está con nosotros”. Aquí deberían hacer desaparecer todas las pugnas entre miembros de iglesias y grupos religiosos.

¡Cuánto cuidado debemos tener nosotros cuando nuestro actuar, nuestro reaccionar frente otras personas, lo hacemos sin tener clara esta solemne declaración de Jesús, el Cristo, el ungido de Dios, el mesías! Lo urgente es que el reino de los cielos sea anunciado, extendido, establecido sobre la faz de la tierra, incluso si el reino no es de este mundo. Nosotros tenemos como tarea este ejercicio muchas veces compartimos esfuerzos con gentes que ni siquiera saben cuáles son nuestros principios fundamentales de fe. Pretender rechazar a esas personas que, haciendo el bien, de alguna manera promueven la existencia de un mundo mejor, es simplemente injustificable.

La primera lectura tiene un ejemplo interesante y muy didáctico. Unos hebreos, elegidos por Moisés para asumir una tarea que Dios quería encomendarles, por alguna circunstancia no estuvieron presentes en la reunión litúrgica en la que recibirían la gracia de Dios. No obstante, igual recibieron la gracia, porque Dios así lo quiso y así lo hizo. El mismo Josué reacciona negativamente y le pide a Moisés que les prohíba actuar en el nombre de Dios, porque se negaron a estar en comunión con los demás, pero Moisés deja claro que nadie debería creerse capaz de contradecir a Dios cuando él ha tomado una decisión, porque Dios es Dios. 

Nosotros, en nuestro error, muchas veces preferimos a quienes nos parecen muy distinguidos. Con facilidad rechazamos a los más humildes y pobres, porque así nos lo determina nuestra educación, nuestra inhumanidad. Pero debe quedar claro que no es la riqueza, no son los bienes adquiridos, no es la apariencia la que hace una persona más digna de respeto. La dignidad le viene al ser humano por su propia naturaleza, por haber sido creados a Su imagen y semejanza, porque Dios ha hecho sus hijos a todos los seres humanos. Por eso aquellas personas que hayan recibido bienes abundantes en la tierra, que hayan sido favorecidos por la suerte, por el dinero, la fama u otra cosa semejante, deben ser cuidadosos, porque si llevan en este mundo una vida de lujo y de placer despreciando los que menos tienen, se podrían estar engordando a sí mismos para ser presentados al sacrificio final. La riqueza es peligrosa porque se echa a perder, la ropa se arruina, el oro y la plata se herrumbran, con una herrumbre que termina siendo un testimonio contra aquellos que han manejado mal el dinero.

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