VI Domingo de Pascua

La Pascua empieza a declinar y el anuncio del Espíritu Santo es cada vez más notable. Para referirse al Espíritu Santo, el Evangelio utiliza una palabra que parece extraña: “Paráclito”. Se trata de un término griego algo complicado por tener varios significados diferentes, lo que lo hace de difícil traducción. Paráclito puede significar compañero, defensor, consolador, abogado, amigo, entre otras. Para evitar confusiones y sobre todo expresiones parciales, la Iglesia ha preferido utilizar el término griego y así, si media la adecuada explicación de los predicadores, no dejar por fuera ninguna de las realidades.

Es interesante descubrir que, si bien al Espíritu se le denomina Paráclito, no habría sido el primero, por cuanto Jesús mismo dice que va a enviar otro Paráclito. Esto parece significar que hubo uno que vino primero. Ese sería el mismo Jesucristo, porque los significados del término son aplicables a él. Ahora, para que el Paráclito venga a nosotros es necesario que amemos a Cristo y cumplamos sus mandamientos. Quede claro que los mandamientos de Cristo no son los 10 mandamientos de Moisés sino precisamente aquel al cual Cristo se refiere cuando dice “este es mi mandamiento, que se amen los unos a los otros como yo los he amado”. Amar es, pues, el mandamiento de Cristo. Debemos amarlo a él, al prójimo y a nosotros mismos. El que ama cumple la ley entera.

A esto quizá se refiera Pedro en su carta cuando nos pide glorificar en nuestros corazones a Cristo. La manera de hacerlo es defendernos cuando se nos pida razón de nuestra esperanza. Un cristiano no hace la guerra, no hace violencia, no asume venganza. Por el contrario, el cristiano da razón de su esperanza y lo hace precisamente mostrando en sus palabras, sus gestos, sus actitudes, aquellas palabras, gestos y actitudes que son propios de Cristo, porque nosotros vivimos por Cristo y para Cristo. Somos servidores de Cristo. De hecho, el autor de la carta señala: “es preferible sufrir haciendo el bien, si ésta es la voluntad de Dios, que haciendo el mal”. Esto que plantea el autor nos revela que el sufrimiento, por cuanto no es castigo de Dios sino ruta de perfeccionamiento, debemos a sufrirlo sin hacer berrinche como niños inmaduros, sino dedicándonos por entero al bien.

En la primera lectura vemos como el diácono Felipe asumió con entusiasmo la evangelización. Y fue a predicar a Cristo en Samaria, provocando la alegría en aquellas gentes que no vistas como hebreas. La acción de Felipe permite a la Iglesia expandirse, así, Cristo no se quedaría sólo en la comunidad de los hebreos, sino que podría ir llegando poco a poco al mundo entero. Es necesario que cada uno de nosotros, con la ayuda del Espíritu, sepa dar razón de la esperanza, como dice Pedro. Ante aquel gesto del diácono, dos de los apóstoles principales, Pedro y Juan, van a Samaria para abrazar a los nuevos creyentes. En el lenguaje moderno diríamos que les dieron el sacramento de la confirmación, porque aquellos samaritanos sólo habían sido bautizados por el diácono, en el nombre de Jesucristo.

La de Cristo es una iglesia dinámica que con la fuerza del Espíritu irradia el reino de los cielos a todas las personas de buena voluntad.

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