Hoy empieza para nosotros uno de los ciclos más estimulantes en cuanto al bautismo se refiere. De hecho, en alguna de las misas se va a realizar el escrutinio en los tres catecúmenos que serán bautizados la Noche Santa de la Pascua. Este pequeño ciclo de tres domingos estará iluminado por los aportes de San Juan.
Una primera lectura, del Éxodo, nos permitirá asomarnos a aquel momento en que el pueblo, olvidando las virtudes y garantías de su nueva libertad, acusa a Dios de querer matarlos de sed en el desierto. Dios termina solucionando el problema, pero ellos han cometido pecado, se han debilitado delante de Dios.
La segunda lectura, de la carta a los romanos exalta el hecho indiscutible de que hemos sido redimidos por Cristo, pero que esa redención está abiertamente relacionada con nuestra fe, con nuestra confianza en Dios, porque quizá hayamos sabido esperar en su nombre. Dios hizo en Cristo lo inusitado, entregó a la muerte a su Hijo a la muerte para que nosotros no tuviéramos que morir.
La muerte se produce el ser humano por la falta de Dios. El texto sagrado del Evangelio nos pone frente a ese momento maravilloso que Jesús se encuentra con la samaritana, una mujer que está en búsqueda de algo superior a lo que tiene, que desea salir de su propia mediocridad, escapar de su propia muerte, y armar su vida con el consuelo del amor, el gozo de la certeza. Se encuentra con Jesús junto al pozo de Jacob, donde Jesús le pide de beber. Allí ella empezará y hará un camino en espiral en el cual, cada vez que pase cerca de Jesús habrá progresado en su conocimiento de aquel hombre misterioso con que se ha encontrado. Primero lo desprecia por hebreo, luego lo escucha y acepta sus argumentos, más tarde supone que Jesús podría ser un profeta, por fin empezará a sospechar que Jesús es el mesías para luego ir a proclamarlo como tal entre sus compatriotas.
Es claro que el paso de Jesús por la vida de esta mujer no es una suave brisa. Se trata más bien de un violento terremoto, de un dinámico ejercicio en el que Jesús sacudirá los cimientos de aquella mujer y la hará descubrir verdades que ella misma ignora sobre si misma, hasta el punto de sacarla de esa condición mediocre en la que ella está sobreviviendo, para que, por ejemplo, abandone el cántaro junto al brocal del pozo y empiece una vida nueva, que lo haga unida Cristo y absolutamente fascinada por su palabra y en su anuncio liberador.