La sal y la luz.
En el transcurso de la nueva propuesta de Cristo que brota del Sermón de la Montaña, que nuestro redentor inició con la proclamación sus bienaventuranzas, lo que surge de inmediato para nosotros es una clara y abierta responsabilidad, el señor Jesús nos dice que es nuestra tarea hacer presencia del reino en la tierra, que todo dependerá de nuestro testimonio, que nuestro ejercicio fundamental y más urgente es el de afianzar el reino en la humanidad por medio del amor, del amor a Dios, del amor mutuo, del amor a nosotros mismos.
En el Evangelio Jesucristo sentencia a sus discípulos y les manda a transformarse en dos elementos que, a pesar de ser tan distantes y diferentes, manifiestan ambos una dirección muy concreta, porque ambos trabajan intensamente para alcanzar las metas propuestas. Ser sal significa dar sabor y, sobre todo, preservar. Ser luz significa iluminarlo todo sin la menor queja.
En cuanto a ser sal es necesario que cuidemos cualquier riesgo de exceso porque, como pasa con la sal, todo debe ser con medida. En cuanto a la luz, sabemos que iluminar es una tarea gozosa pero extremadamente franca y hasta cruel, porque, con su naturaleza espontánea y brillante, la luz todo lo denuncia, todo lo pone en evidencia. Con la luz nada queda oculto.
Ser sal y ser luz adquiere para nosotros un sentido muy claro cuando leemos la propuesta del profeta Isaías en la primera lectura. En ese texto Isaías nos manda a hacer cosas muy concretas, a asumir responsabilidades muy claras, como compartir el pan con el hambriento, como dar techo al que no tiene casa, como vestir al desnudo. Eso hará posible que nosotros logremos ser verdaderos emisarios de Cristo en la tierra, estaremos trabajando por los demás. Ésa es la tarea esencial del cristiano. Si rezar es importante, porque lo es, quizá lo sea más, el que esa oración se haga visible en las obras de misericordia. Entonces obtendremos el favor de Dios.
El Evangelio, paradójicamente, dice hoy son Pablo, no es un enunciado brillante, científico o despampanante, porque su núcleo es un gesto que encierra tremenda crueldad, porque el corazón del Evangelio es Jesucristo crucificado. El Evangelio no hace alarde ni es vanidoso, ni se muestra prepotente, ni tampoco tiene de la sabiduría humana, porque parte de la fe, de la plena confianza nuestra en Dios y en su poder salvador.