Domingo XXX del Tiempo ordinario, ciclo A

La desesperación de los escribas y los fariseos frente a la imbatibilidad de Jesús no tiene consuelo. Ahora se han enterado de que el maestro ha hecho callar a los saduceos, es decir, a aquellos que niegan la resurrección de los muertos y por ello alguno de estos malintencionados personajes le pondrá otra prueba. Han decidido pedirle a Jesús que señale el más importante de los mandamientos.

Esta materia es complicada, porque hay que saber que, para los hebreos, había cerca de un millar de normas legales consideradas todas de igual estatura. La normativa tenía unos 340 mandamientos y cerca de 650 preceptos, pero unos y otros tenían el mismo valor, es decir, debían ser cumplidos al pie de la letra. Otro elemento que hay que conocer es que ninguno de estos grupos de leyes estaba organizado como un código, es decir, como sucede con la legislación moderna, en que las normas se acumulan por temas y por mérito. Tengo la sensación de que si hoy a un niño de la catequesis de primera comunión se le preguntara cuál es el primer mandamiento de la ley de Dios es bien posible que este conozca la respuesta con toda propiedad. Preguntarlo a un hebreo no tendría tan simple réplica.

La primera lectura, del libro del Éxodo, propone algunas normas importantes de esta legislación hebrea. En todas ellas brilla el interés divino en que nosotros aprendamos a respetar profundamente a nuestro hermano extranjero, a la viuda, al huérfano, al desposeído, al pobre, es decir, a cualquiera que aparezca ante nosotros como prójimo. Esta legislación, con excepción de la mención de la extranjería, por lo general se refiere al respeto del compatriota, del hermano, dando por supuesto que el que no es de la misma nacionalidad no es hermano. Cristo hará las variantes correspondientes al advertirnos que prójimo es todo aquel necesitado a quien yo me le aproxime para ayudarlo, sea de la nación que sea.

En la carta a los de Tesalónica Pablo nos habla de la eficacia de la Palabra del Señor que, al resonar en los pueblos, transforma su vida comunitaria dándonos nuevos puntos de vista, precisamente los nuevos puntos de vista que propone Cristo desde su novedosa manera de vivir humanamente. Y Cristo lo hace y la Palabra, que es Cristo, lo logra, precisamente porque nos llama a la conversión, esa transformación que la misma palabra produce en nuestros corazones nos lleve a abandonar los ídolos, como a servir al Dios vivo y verdadero mientras esperamos la llegada de su enviado Jesucristo.

En el Evangelio, Jesús responde al fariseo sobre el más grande de los mandamientos de la ley. En esto coincidirá posiblemente con el fariseo y con todos, pues todos pensaban así. Jesús asegura que el primer mandamiento es amar a Dios, al Dios que es uno solo y hacerlo con toda nuestra persona, es decir, con nuestro corazón, nuestra alma y nuestro espíritu. Pero Jesús agrega el segundo mandamiento, dándole una categoría semejante a la del primero y dice que es amar al prójimo como a uno mismo. Establecido este binomio Jesús proclamará solemnemente que de estos dos mandamientos dependen toda la ley y los Profetas. Jesús evangelizó a aquellos fariseos obligándolos a descubrir, pues, que nada se hace amando solo a Dios, si olvidamos a aquellos que son nuestros hermanos, la humanidad completa.

Comparta este artículo:

Compartir en Facebook
Compartir en WhatsApp
Compartir en Twitter
Compartir en Telegram
Compartir por Correo Electrónico
Imprima

Comente