Hoy domingo, coincidiendo con el 15 de septiembre, día de la independencia patria, el señor Jesucristo nos va a enfrentar con la misión que debe asumir durante su existencia humana. Jesús indagará a sus oyentes en dos niveles. Lo primero, para saber lo que la gente piensa sobre él. Lo segundo, lo que piensan los mismos apóstoles. La respuesta no se hace esperar. Los apóstoles, sin dar su propia opinión, repiten lo que dice la gente: que Jesús es éste o aquel, un profeta o Juan Bautista. Jesús percibe, pues, la débil concepción que todavía se tiene sobre él. Cuando luego el maestro les pide su opinión personal, que ya ejerce cierta condición de Pedro líder, declara: “Tú eres el mesías”. La expresión de Simón muestra un progreso, pero es ambiguo. El término “mesías”, “ungido” podría significar algo sublime pero también algo brutal, porque David, ungido de Dios, fue un rey sanguinario. Ahora bien, por este relativo progreso, Jesús les aclara su mesianismo, que no será de gloria y pompa, de poderío militar ni de opresión regia, y les anuncia que lo suyo será de rechazo, persecución, condena a muerte, de ejecución, así como de resurrección, aunque eso sea incomprensible. Pedro reacciona negativamente corrigiendo a Jesús. El Señor reacciona y lo restablece en su condición de discípulo, acusándolo de Satanás al oponerse a los proyectos de Dios. Y hace, entonces, su gran proclama: “el que quiera venir detrás de mí (porque él es el guía, el maestro, el mesías, el que va delante), que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. El que quiera ir detrás de Jesús, pues, sepa que está llamado a perder la vida en el nombre del Señor, para poder salvarla al final de los tiempos.
La primera lectura, por su parte, es un maravilloso retazo del profeta Isaías que recoge las imágenes proféticas de lo que este gran hombre anunciaba sería el verdadero mesías, uno capaz de entregarse por todos, de renunciar a sí mismo, de entregar la Vida para la salvación de la humanidad, ofreciéndose con docilidad, incluso a los que quisieran golpearlo, porque está seguro de que el Señor Dios vendrá en su ayuda. El mesías de Dios no tendrá contrincante suficiente pues tiene por defensor a Dios mismo.
En la segunda lectura, carta de Santiago, recibimos una aclaración importante. Es cierto que lo más importante en la vida del creyente es la fe. Podría agregar ahora que, de hecho, nuestra salvación depende de la fe, porque las obras no nos van a salvar. Así las cosas, frente a nosotros está una importante máxima que debemos mantener clara, una máxima que Jesús reflejará varias veces en el Evangelio. En la práctica humana lo esencial se hace visible. Así, en alguien malo, su maldad se hace evidente. Por el contrario, en alguien bueno se verá su bondad, en las cosas que hace, porque una persona buena es como un árbol bueno, sólo da frutos buenos. Más todavía, si es cierto que los frutos no nos darán la salvación, es lógico que marquen nuestra senda de vida eterna. Por eso Santiago dice: “¿de qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?” Repitiendo un poco, si alguno tiene fe, lo que es absolutamente indispensable para alcanzar la Vida eterna, es completamente lógico que esa fe se haga visible en muchos momentos, en sus gestos y palabras, en sus obras. Santiago termina diciendo: “Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe”. Más tarde San Juan dirá que la Vida del creyente debe estar marcada por un binomio esencial: debo creer, y mientras creo, debo amar. De la misma manera, debo amar y mientras tanto debo vivir mi fe, ser creyente. Así, fe y amor formarán el binomio indispensable.