Domingo XXIV del Tiempo ordinario, ciclo A

Después de algunos domingos preparatorios, el señor Jesús nos conduce hoy directamente al núcleo y corazón de su mensaje, al centro de este cristianismo que nosotros decimos profesar. Este foco, este eje es el desarrollo de nuestra capacidad de perdonar a los demás las ofensas que ellos nos hayan hecho.

La primera lectura hoy es especialmente elocuente. En ella escuchamos que el rencor y la ira son abominables y que ambas cosas son patrimonio del pecador, pero también nos queda muy claro que la persona vengativa sufrirá la venganza de Dios mismo, porque Él nos tratará según nuestros pecados y aplicará en nosotros el modo como hallamos manejado nuestras relaciones con los hermanos, sobre todo cuando ellos nos hubieran ofendido. Es decir, que la fe judeocristiana supone nuestra disposición permanente a perdonar a aquellas personas que nos hayan ofendido, porque eso es lo que Dios pide.

La segunda lectura, que es todavía parte de la carta los Romanos, le da nuestra vida una orientación que no es novedosa, porque ya esto lo sabemos, pero que es de una fuerza extraordinaria, ya que declara que nosotros debemos vivir para Cristo, así como morir para Cristo, porque en la vida y la muerte somos del señor Jesucristo. Esto es así porque Cristo murió y resucitó y con eso ha quedado transformado en Señor de vivos y muertos. Es decir, que no se trata de que yo pertenecer al Señor, sino más bien que el Señor se ha transformado en dueño mío precisamente porque pagó el rescate de mi vida con su propia vida. Ésa es la razón por la que estoy obligado a perdonar a los que me hayan ofendido.

¿Debo perdonar siete veces?, pregunta Pedro, pero Jesús lo corrige: debes perdonar 70 veces siete, es decir, infinitamente. es muy sorprendente la parábola que Jesús propone. En ella ahí un rey que revisa las deudas de sus súbditos. Aparece uno que le debe una suma impensable, algo así como mil millones de dólares. Aquel hombre, que definitivamente no puede pagar, cuando el acreedor intenta ven-derlo a él y a su familia para recuperar algo de aquella extraordinaria obligación, se tira a sus pies y suplica un plazo para pagar. Curiosamente el rey escucha con cierta naturalidad el ruego de su deudor y, no sólo acoge su solicitud, sino que, además, le perdona la deuda.

Lo absolutamente inaceptable y hasta ofensivo para los otros siervos del señor, es descubrir que el mismo deudor perdonado, al encontrar allí cerca a un compañero que le debía una pequeña suma, cuando éste le pide, como él, un plazo para pagar, el recién perdonado se pone mezquino y se niega a perdonarlo. Eso ofende a los otros, que llevan la noticia triste al amo. La reacción del rey es clara y drástica: “si te perdoné, debiste haber perdonado”, y lo castiga muy severamente.

Lo esencial del cristianismo es, pues, aprender que, si nosotros no perdonamos las deudas de los demás, tampoco seremos perdonados. Debemos aprender a tratar a los demás como Dios nos trata nosotros. Lo urgente es, pues, que aprendamos a perdonar de corazón a los hermanos.

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