Si me pregunta cuál es el tema de las lecturas este domingo, le diría que es una invitación a usted, a su corazón, a su pensamiento, a abrirse totalmente y entrar en contacto con el amor de Dios en Jesucristo. La escena se refiere a un sordomudo, es decir a una persona que no puede comunicarse ni puede recibir información con naturalidad y a la petición que le hacen a Jesús para que lo cure.
La primera lectura sintetiza la riqueza de las promesas mesiánicas. Para los hebreos la llegada del mesías estaría marcada por señales trascendentales, signos capitales, acontecimientos extraordinarios como pueden ser que los ciegos ven, que se destapen los oídos de los sordos y que el tullido salte como un ciervo. Que los mudos griten de júbilo y que brote agua en el desierto. Estas serían las señales que, según la Escritura, anunciaría al mundo la llegada del mesías. Por supuesto que estamos hablando en el lenguaje de la época, porque eso sería de lo más extraordinario, cosas que de ordinario no sucedían. Unos cuantos años atrás era impensable que un ciego pudiera ver o que un tullido pudiera caminar. El profeta estaba proponiendo estas ideas extraordinarias, aunque hoy es cada día más posible recuperar a los no videntes, hacer trasplantes para que ciertos deficientes auditivos escuchen. Los verdaderos signos mesiánicos hoy irían en otra línea: la generosidad de los ricos, la flexibilidad de los duros, la conversión de los políticos, el cambio de mentalidad de los egoístas. Ésos serían verdaderos signos mesiánicos.
Por eso, en la segunda lectura, Santiago señala que lo peor que podemos hacer como seres humanos es hacer acepción de personas, es decir, excluir a algunos por su manera de ser, su acento, la nacionalidad, su orientación sexual, el color de su piel, su falta de recursos. Es usual que nosotros prefiramos estar con gente rica, limpia, preparada, que se vea bien y huela bien. Lo contrario nos produce repulsión y muy probablemente nos alejaremos de ellos. Sólo que nosotros tenemos el problema de que Dios eligió a los pobres, a los que nada tienen, porque puede desbordarles su corazón, llenarlos de fe y darles el reino prometido. Los que no tienen nada, al menos eso pensamos, son más capaces de acoger el mensaje divino. Desgraciadamente nosotros cometemos un grave error, dice Santiago, porque en demasiadas ocasiones hemos despreciado al pobre, sin entender que los verdaderos enemigos son los que tienen dinero, porque son los ricos quienes nos oprimen y hasta nos llevan a los tribunales.
Cuando Jesús es invitado a curar este sordomudo, realiza en él algunos signos que observamos. Lo primero: lo saca de la multitud, para poder hablar del corazón. Lo otro, tocar sus oídos u orejas y, con un gesto bautismal, tocarle la lengua con su saliva. además, le dice una palabra, le dice “Efatá”, que significa “ábrete”. Jesús no busca tanto abrir los órganos del sordomudo porque quiere abrir toda su persona. El milagro surge y el hombre pasa de incapacitado a condición de normalidad. Pero, ¿y su corazón? Porque sabemos que una persona con dificultades físicas puede vivir bien, a pesar de su problema, si es que está acompañado y atendido por la técnica y la ciencia, por ejemplo y por sus hermanos. Además, alcanzará plena felicidad si abre el corazón a Jesucristo y logra, en comunicación con Dios y sus hermanos, en el afecto y compañía, contribuir personalmente a la construcción del reino de los cielos. El verdadero milagro hoy lo hacemos usted y yo cuando actuamos como Cristo actuaría.