Para facilitar su acercamiento a la palabra, propondremos al inicio el tema de cada domingo según se va viviendo. Las semanas anteriores no lo hicimos porque por cinco semanas tuvimos un mismo tema, el de Jesucristo: Pan de Vida. Este domingo recuperamos San Marcos como texto del Evangelio y entraremos directamente materia. Jesús quiere que tomemos conciencia de que lo peligroso no es lo que entra en nosotros sino aquello que sale de nuestro corazón. Ese sería el tema del domingo y corresponde al núcleo central de las lecturas, aunque haya que matizarlas un poco.
En el Evangelio, por ejemplo, Jesús es reprochado por los fariseos porque sus discípulos no se lavan las manos antes de comer. Eso es importante, claro está, pero para los lineamientos de la salud pública, no tanto para la fe. Es bueno que la gente se lave las manos, pero no se trata de un mandato divino. Reconozcamos que los discípulos de Jesús no eran cuidadosos con la religiosidad hebrea. En realidad, ellos eran galileos. La religiosidad hebrea era muy minuciosa en cuanto a la pureza externa, al cuidado ritual de ciertas situaciones y todo ello terminaba siendo majaderías. Cuando Jesús percibe que los fariseos quieren empujarlo hacia ese abismo, establece con mucha severidad que no es lo que entra en el hombre lo que lo hace impuro sino lo que sale de él, porque la maldad que hace el ser humano procede del interior, de lo más profundo de su corazón, y eso es lo que nos mancha.
Moisés, en la primera lectura, estableció con mucha precisión la inmensa cercanía que Dios tiene para con el pueblo y propone a los hebreos asumir con paz la ley, porque en la ley está la sabiduría y la rectitud suficiente para mantener una buena relación con Dios. La cercanía de Dios es lo que hizo grandes a los hebreos: “Dios está cerca de nosotros”. Pero de nosotros cristianos también. Por eso Santiago afirma que debemos tomar conciencia de que lo que es bueno y perfecto es un regalo que Dios nos hace, porque Él nos ha engendrado por su Palabra de verdad y somos el tesoro de su creación. Esa Palabra ha sido sembrada en nosotros y es la que ciertamente nos puede salvar. No está bien que sólo escuchemos la Palabra. Debemos ponerla en práctica para no engañarnos. Mucha gente cree que ser religioso es rezar muchos rosarios, coronillas, ir a misa muchas veces. En realidad, si rezamos mucho y vamos a misa muchas veces debe ser por la convicción que tenemos en nuestro corazón. Dedicarse a una religiosidad pura y sin mancha delante de Dios consiste en asumir las obras de misericordia: ocuparse de los pobres, los necesitados y alejarnos de las cosas del mundo que podrían destruirnos.
Por ello, a partir de una severa autocrítica, debemos percibir lo que Dios nos pide darle. Porque el culto que él nos pide es sobre todo de misericordia, de cercanía con el pobre, preocupación ante la injusticia, desvelo por el necesitado. Si cumplimos eso entonces podremos participar con alegría de las celebraciones de la Iglesia, tener intensas devociones, hacer rezos extensos y bonitos, porque esas actividades religiosas serán el resultado de una vida vivida según el modelo de Jesucristo y ahí está la clave de todo, porque no estamos aquí para ser religiosos sino para ser cristianos, es decir, personas capacitadas para entregarse los unos por los otros. Cuando hayamos convertido nuestro corazón podemos llamarlos en realidad hijos de Dios y seremos verdaderamente herederos del cielo.