Concluimos el capítulo 6 de San Juan, el sermón del pan de Vida, no contemplando el pan, o pensando en la presencia real de Cristo, o en la celebración de la Eucaristía. Pensamos en lo que debe producir la Eucaristía: el afianzamiento de mi fe. Por supuesto lo dicho por Jesús ha sido fuerte. Eso de comer su carne y beber su sangre, pero Él ha reiterado a sus discípulos y a los que aspiran a serlo, que deben superar la imagen del canibalismo y caer en la plena sensación de la intimidad que debe existir entre nosotros y Él. Jesús no sólo enfatiza en la importancia de creer, sino que, además, nos da una nueva clave, la cual nos llena de gozo. Asegura que si nosotros creemos en Él es porque nos lo ha concedido el Padre Celestial. Jesús quiere garantizar que quienes lo están escuchando creen en él y aceptan lo que él está diciendo. Como muchos se empiezan a alejar, Jesús se enfrenta también a sus apóstoles para escudriñar su fe y certificar su firmeza o deseo de abandonarlo. La respuesta de Pedro, que revela dos cosas, a saber, la maduración que el apóstol está llevando, así como su carácter de conciencia colectiva del grupo, Pedro, muy conmovido le va a responder: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Esa frase de Simón nos permite entender que Simón, y con él los demás, ha empezado a asimilar en profundidad a Jesucristo. Simón agrega, en plural, “nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”. ¿Está nuestra fe en Jesucristo fortalecida a ese nivel?
La primera lectura avanza en esa misma senda. Josué reprende a los judíos, ya no por alimentos o celebraciones, ni siquiera por el precioso don de la fe. En el pasaje el juez los cuestiona para certificar su decisión para seguir a Dios o no. Él literalmente los arrincona para que digan si quieren servir al Señor o no, si quieren pasar el río o no, porque Josué y su familia sí que seguirían el llamado de Dios. Satisfactoriamente el pueblo asiente, coincide con el líder: “lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses”. Nosotros cristianos, que ya no seguimos a un Dios invisible sino a aquel que siendo hijo de Dios tomó nuestra carne y vivió nuestra vida, debemos decidir si queremos aceptar, delante de un mundo incrédulo y frívolo, que seguiremos a Cristo, que creemos en Cristo, dando testimonio de él.
Por su parte, en la segunda lectura, San Pablo, para enfatizar en lo que debe ser nuestra profunda relación con Dios, nos lleva al plano matrimonial, mezclando le dato bíblico con el suyo cultural. Él utiliza una palabra importante: “someter”. Lejos de buscar el acostumbrado sentido castellano, que supone algo de violencia y agresión, debemos entender el término desde la Biblia donde viene a significar “anteponer las necesidades de otros a las nuestras”. Siendo así, logro entender que debo preferir las necesidades del otro a las mías. Así me transformaré en el esposo perfecto, la esposa perfecta, porque en mí se consolida y afianza la entrega mutua. Y eso funciona también con el trabajo y el resto de las realidades humanas. Cada cual asuma su deber y, por ejemplo, que el varón aprenda a amar a su esposa, lo que no pasaba en Roma, así como Cristo amó a la Iglesia y se entrega por ella, porque amarla es amarse a uno mismo. Siendo así, la mujer podrá confiarse a su marido sin temor. Por otra parte, si Pablo asegura que el marido es cabeza de la mujer, eso pareciera que procede de la cultura propia de la época. Hoy el pensamiento cristiano, desde mejores conceptos de profunda comunicación en la pareja matrimonial, considera y reitera que la cabeza del hogar es una sola, formada por una sola carne, es decir, el marido y la mujer unidos entrañablemente, como nos unimos nosotros con Cristo en la Eucaristía.