Hoy vemos a Jesús caminando con sus apóstoles por dos ciudades extranjeras, las famosas Tiro y Si-dón, puertos importantísimos de la cultura fenicia, regiones no hebreas, pobladas por comerciantes activos, gente movida por la economía y de una cultura completamente ajena a la hebrea, a la de Je-sús. La pregunta que surge y que queda un poco sin responder es: “¿qué anda haciendo Jesús por es-tas zonas?
Es interesante que, en su caminar, alguien los reconoce: una mujer de la región, profundamente nece-sitada de apoyo por cuanto su hija está siendo atormentada por una grave enfermedad. Ella acude a Jesús utilizando un título propio de los hebreos pero que distinguía a Jesús: “¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí!”. A este ruego Jesús no responde nada, permanece silencioso y casi indiferente. Sus mismos apóstoles insisten en que la atienda porque aquella mujer se hace molesta. La respuesta del maestro es muy desconcertante: “yo he sido enviado solamente las ovejas perdidas del pueblo de Is-rael”.
Me permitiría hacer una pregunta al aire: ¿está Jesús convencido de lo que ha dicho? ¿No es eso preci-samente lo que Jesús viene a percibir, a aprender, a determinar o a decidir, de si atiende a los paga-nos o no? Este, a mi juicio, sería un momento crucial en su vida, determinar si es el salvador de un pueblo o el Redentor de la humanidad. Debe decidir si lo suyo es la respuesta de Dios a un pueblo, o si su mensaje se podría desbordar a los demás pueblos.
La primera lectura, de Isaías, plantea la posibilidad para una salvación universal. El texto indica con claridad que Dios no es dios de minorías sino del género humano, y que su salvación que ha sido pro-gramada no para unos cuantos sino, precisamente, para toda la tierra. Dios promete en Isaías: “pron-to llegará mi salvación”, y de seguido, avisa a los hijos de tierra extranjera, a quienes hayan creído en Dios, serán aceptados en esa nueva vida. ¿Resonaría acaso este texto en la mente de Jesús?
E hace mella en el corazón de Cristo cuando, al querer responderle con su lógica superior, lo de no dar a los cachorros del pan de los hijos, la mujer lo supera al demostrarle de manera absoluta que los mismos perros de la casa terminan comiendo la comida de los amos, aludiendo, por ejemplo, al uso de las migas de pan que los comensales usaban para limpiar la grasa de sus manos o de sus barbas, que luego tiraban al suelo y devorados por los cachorros. De todas formas, es muy común que la gen-te dé de comer a los animales de su misma comida. Con este hábil juego, Jesús logra comprender que lo suyo no es una palabra reducida ni mezquina, sino, por el contrario, abierta y puede ayudar con toda su fuerza a la humanidad completa para que toda la humanidad alcance la salvación.
De hecho, la segunda lectura es una prueba de esto. San Pablo, que escribe los cristianos de Roma, mayoritariamente paganos, les reconoce la condición de admitidos al reino, quizá por la desobediencia de los judíos, y que ahora pueden participar de la salvación que Cristo había traído a todos nosotros.