El pequeño ciclo del capítulo 6 de San Juan, el discurso del pan de Vida, llega a su punto culminante. Jesús, la semana pasada, dijo a quienes le escuchaban: “el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. De esta manera el Señor puso en movimiento un verdadero polvorín. Su exposición ha trascendido los límites y ahora los judíos que lo escuchan con algún interés, algunos incluso pensando que podrían ser sus discípulos, son impactados por la sensación de que Jesús desea que se conviertan en caníbales, pues les ofrece a comer su propia carne. Es evidente que, lo que Jesús está diciendo es algo muy diferente, porque se refiere a la verdadera comunión, la unión absoluta que debe existir entre él y aquellos que decidan ser sus discípulos. El cristianismo no es una mera doctrina, un sencillo ejercicio religioso o una sarta de supersticiones con algunos ritos. Nuestra fe se basa en una verdadera relación de amistad entre él y cada uno de nosotros, lo que sucede por la inhabilitación suya en nuestros corazones. Por eso debemos comer su cuerpo y beber su sangre en el sacramento de la Eucaristía. Así el vendrá a vivir en nosotros y nosotros podremos vivir su ayuda y compartirla con los demás. Debemos decidir, de una vez y para siempre, vivir en este amor de Dios derrama en nuestros corazones. El pan de Vida es precisamente la respuesta que Jesús quería darnos, la vía de la comunicación total entre Dios y la humanidad.
Mientras tanto, en la primera lectura tenemos una alusión a la Sabiduría de Dios, que encontramos en el libro de los Proverbios. En el texto, la Sabiduría se personifica, es capaz de construir su casa, de tallar columnas, de inmolar víctimas, mezclar vino y preparar una mesa, un banquete. La Sabiduría ha convocado a la humanidad completa para que se acerque, entren comunión permanente con ella. Esa Sabiduría hace una convocatoria abierta y no precisamente a los sabios y prudentes, cómo dirá Jesucristo más adelante, sino a los incautos, aquellos, como nosotros, que no tenemos mucha capacidad para discernir, mi conocimiento como para pensar, aquellos que necesitan de la mano de Dios para encontrar la senda, que andan buscando su propia plenitud en el amor de Dios. La llamada la hace la Sabiduría al falto de entendimiento, el sencillo de corazón, al ignorante, al que no conoce el camino. Todos ellos deben saber acercarse a la Sabiduría de Dios, “comer su pan y beber su vino” y dar por terminada la relación con la ingenuidad y la muerte, para que podamos vivir y seguir el camino de la inteligencia de Dios, el camino que nos conduce a la eternidad. Este es Cristo, la Sabiduría de Dios hecha carne.
Ahora bien, eso debe concretarse. Nuestra fe no es solo una poética o un flotar por los aires. Urge hacer lo que pide la carta los Efesios: que cuidemos la conducta y no procedamos como ignorantes, sino como personas sensatas. Ahora bien, nosotros no podemos lograr esto si Dios no viene en nuestra ayuda y nos ilumina, dándonos su gracia, su palabra, su pan de Vida. La sensatez debe conducirnos a no ser irresponsables sino discernir en todo momento la voluntad de Dios. Esa sabiduría humana debe ser enriquecida por la Sabiduría divina y no se queda sólo en las cosas muy visibles o eficaces, como los altares, las grandes celebraciones. Se trata precisamente de empezar por lo pequeño, por ejemplo, no abusar del alcohol que lleva libertinaje, sino de llenarnos del Espíritu Santo. Por eso el apóstol convoca a los creyentes a reunirse en comunión, dar gracias, recitar salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando al Señor de todo corazón. De hecho, y lo decimos en español, debemos dar siempre gracias a Dios. Eso en griego se dice “hacer eucaristía”. Lo hacemos siempre en nombre de Jesucristo, pan de Vida.