Fecundas y generosas lecturas nos acompañan este domingo, llamado décimo cuarto del Tiempo Ordinario. De alguna manera, estos textos son una continuación de los de la semana pasada, sobre todo del Evangelio. Hoy Jesús revela a la humanidad algo muy importante y es que no son nuestra inteligencia, nuestra preparación, el dinero, los títulos, el éxito mundano, la fama o la fortuna, las condiciones que Dios escoge para revelar su misterio. Jesús asegura que Dios escogió a los pequeños, a los sencillos, a los que nada esperan ni nada quieren, sino que se sobrecogen en la presencia del Señor. Ni siquiera la prudencia de los sabios, la majestuosidad de los que mucho conocen y mucho enseñan. Dios sólo necesita y desea la sencillez de un verdadero corazón humano, algo parecido al Corazón de Jesús.
En tal sentido, la primera lectura nos habla de aquel triunfo, quizá relativo porque al cabo de pocos días nuestro mesías estará muriendo en la cruz, aquel triunfo que Jesús vivió al entrar en Jerusalén como rey justo y victorioso. Viene rodeado de los vítores de la gente, pero con humildad y sencillez, montado sobre un asno, no sobre 1 caballo. Precisamente por esa sencillez podrá suprimir aquello que sea soberbio, arrogante o triunfalista. El mesías viene a proclamar la paz a las naciones.
Una de las tareas fundamentales del mesías, del hijo de Dios hecho carne, es precisamente mostrar-nos el verdadero rostro del Padre. Durante siglos, precisamente por la influencia de los cultos paga-nos, de las culturas circundantes, del desorden y la desorientación de las diferentes religiones, Israel también fue afectada por una figura de dios que no corresponde para nada al Dios verdadero. Nadie lograba mostrarnos el verdadero rostro del Padre, solamente pudo serlo Jesucristo, porque él lo co-noce, porque lo ha visto, y porque esa es su tarea, revelarnos el rostro del Padre.
Y eso lo afirma la segunda lectura, que Jesucristo vino a decirnos que no estamos animados por el pe-cado y la corrupción, sino por una enorme fuerza espiritual. Y esto es posible precisamente porque, a partir de Cristo, el Espíritu de Dios habita en nosotros. Pero tenemos que ser conscientes de que en realidad poseemos el Espíritu para que ese Espíritu pueda moverse en nuestra vida y conducirnos por la verdadera senda de Dios. Lo maravilloso es que, si ese Espíritu habita en nosotros, su acción no se limitará sólo a invitarnos a construir el bien común. No. Ese Espíritu nos dará la vida eterna, será el que haga posible que, en el último día, resucitaremos de entre los muertos.
El último elemento del Evangelio reafirma una verdad que a veces se nos escapa y es que Cristo es Dios. Escuchemos como Jesús nos invita a ir a él, ni siquiera al Padre, a él, sí estamos afligidos y agobiados, porque la solución a esa aflicción y ese agobio la proporciona precisamente el Hijo de Dios hecho carne, Jesucristo quien, además de ser Dios, posee un corazón humano y nos enseña a vivir humanamente, a llevar su yugo, a ser pacientes y humildes. Encima de todo, si la semana pasada nos invitaba a llevar la cruz, hoy Jesús nos aclara que la cruz que vamos a llevar es en parte suya, aminorando nuestro temor, porque su yugo es suave y su carga liviana.