Estamos frente a uno de los textos más cargados de significado del Nuevo Testamento, que nos habla de un hombre víctima de uno de los más terribles padecimientos de todos los tiempos: la lepra. Este hombre se atreve a acercarse a Jesús para pedir su compasión. Como nos dice la primera lectura, la lepra es de los males con consecuencias más trágicas para los seres humanos. Es una enfermedad en extremo seria y muy enigmática, tanto por lo desconocido de sus posibilidades de contagio, como por las consecuencias que acarrea. Es tal su caos que, en las culturas más diversas del mundo fue manejada casi de la misma manera, excluyendo al enfermo, casi definitivamente, de la convivencia de los grupos humanos. El leproso debía salir de la familia, de la casa, del barrio, de la población y de la ciudad, sin mejor posibilidad que la de ir exhibiéndose, la de acusarse a sí mismos delante de todos.
Resulta que este hombre que padecía lepra se acerca a Jesús con un ruego. Primero se pone de rodillas y, porque ya reconoce en Jesús el poder que podría tener como para curarlo, lo indaga acerca de la intención que podría tener de frente a su futuro. En otras palabras, Jesús puede curarlo, pero es necesario conocer su intención, su voluntad, el tema es si Jesús quiere hacerlo. La propuesta del enfermo es: “Si quieres puedes purificarme”.
La suerte está echada. Ahora sólo hace falta la respuesta de Jesús, su reacción ante el reto hecho por el enfermo, por el impuro, por el excluido, por el diferente, por el despreciado y rechazado por todos. Veamos cómo reacciona. Jesús, que es humano como usted y como yo, reacciona con drasticidad y con dos acciones diferentes. En primer lugar, extiende su mano y hace lo que estaba absolutamente prohibido: toca al leproso. Esto era inaceptable por cuanto quien tocara a un leproso quedaría también impuro mientras no se presente al sacerdote para pedir que le sea levantada esa impureza. Esta acción de Jesús es gesto de acogida, rechazando cualquier tendencia excluyente o discriminatoria, y lo refuerza con una respuesta verbal muy poderosa. Con esta respuesta contradice todos los criterios discriminatorios que pudiéramos imaginar. La contundente respuesta de Jesús y el modo como actúa son un solo gesto. Gesto y palabra están en armonía. Tocar al excluido y disponer su purificación son útiles para hacer sentir al excluido como incorporado a la comunidad, Jesús le dice: “lo quiero, queda purificado”.
En esta escuela de Cristo, en la que aspiramos a aprender a ser sus discípulos, descubrimos esa vida que los cristianos debemos vivir, a partir del modelo supremo del mismo Jesucristo, que hizo siempre lo que Dios le pedía, anunciar, integrar, acercar, abrazar, acoger. Por eso San Pablo, en la segunda lectura, nos lo concreta diciendo que cualquier acción que asumamos, comer, beber, o cualquier otra cosa, debe ser hecha para la gloria de Dios. ¿Cuántas veces pensamos que un chiste, una broma, una chota, puede resultar algo muy chistoso, cuando en realidad lo que estamos haciendo es humillar a nuestro hermano? No tropecemos. Por el contrario, seamos integradores, de palabra y de obra, para que aquellos que sin ninguna razón han sido excluidos, se sientan abrazados en una iglesia en la que todos somos hermanos, porque todos somos hijos del mismo Dios en Cristo.