La Pascua sigue avanzando para llevarnos, a través de imágenes y otras figuras bíblicas, metafóricas y muy humanas, a una mayor comprensión del misterio de Cristo, de su entrega por nosotros, de su muerte y resurrección, así como de la urgente llamada que se nos hace cada día a estar unidos estrechamente a Cristo. La semana pasada, en la fiesta del Buen Pastor, como parroquia vivimos una feria vocacional. Esa actividad intentó despertar en los miembros menos activos de nuestra comunidad un legítimo interés por participar, por integrarse, por sumarse al número de los trabajadores del reino y darle una respuesta a Jesucristo desde la comunidad creyente y peregrina, esta comunidad de San Bartolomé que, como grupo humano, cumplirá en el 2025, 450 años de haber sido establecida. Hoy, cuando la Pascua empieza un poco a cerrar su ciclo, la liturgia nos pone frente otra imagen que nos habla de cohesión, de unidad, de cercanía, de comunión: la vid, la planta de uvas.
Jesucristo se compara con una planta de uvas, mientras que quiere que a su Padre lo veamos como el viñador, el que corta los sarmientos, es decir las pequeñas ramas de la mata de uva, para darle forta-leza. Este trabajo supone un esfuerzo cotidiano, un reto permanente al sarmiento, a la ramita, para que, fuertemente unida al tronco, continúe su proceso de crecimiento, de consolidación, de flor y de fruto. La integración a Cristo es absolutamente indispensable, porque esa permanencia está garantizada de antemano, porque Cristo tomó la iniciativa de apoyarnos. En nosotros, a pesar de nuestra fragilidad y falta de coherencia, que nos vienen del pecado, casi que es segura nuestra participación en Cristo. Unirse a Cristo como las ramas se unen al árbol, es la llamada urgente, precisamente porque separados de Cristo nada podemos hacer. Sepamos que Cristo permanece en nosotros en la me-dida en que su palabra está cerca de nuestro corazón, porque eso garantiza nuestra comunicación con el Padre. Es grandiosa la expresión de Jesús respecto de la gloria de su Padre, porque dice que esa glo-ria consiste en que nosotros demos fruto abundante. Notemos que para dar fruto abundante tene-mos que unirnos a Cristo y eso es lo que hace feliz a nuestro padre Dios, que nosotros dediquemos nuestra vida a estar unidos a Cristo.
La primera lectura nos propone la conversión de San Pablo, aquel que antes perseguía la Iglesia y que ahora se ha convertido en discípulo. Este prodigio se logra gracias a la comunión que Pablo decidió establecer con Jesucristo. Por ello su unión con Cristo será sólida como una roca, pero debe quedar certificado por la Iglesia. Así, es necesario que sea la iglesia la que vigile y acompañe al nuevo discípu-lo, porque será en esa convivencia donde se consolidará la fe y la esperanza que el nuevo creyente está empezando a vivir. Lo que garantice que unión con Cristo venga a hacer riqueza para la Iglesia, son la paz y la concordia que Pablo genera en ella. La segunda lectura, primera carta de San Juan, lo reitera urgiéndonos a que no pretendamos amar sólo de palabra, sino que lo hagamos con obras y de verdad, porque esa es la clave de la tranquilidad, la que marque la pertenencia a la verdad. Y San Juan asegura que nuestra permanencia en la verdad nos la confirma la conciencia, incluso si nuestra con-ciencia no es clara, porque Dios es mayor que nuestra conciencia. Debemos aprender a acercarnos a Dios con plena confianza. Eso se logra con el cumplir de los mandamientos, pero no con los de Moi-sés, sino con los de Cristo, es decir, amar a Dios y amar al prójimo, amándonos a nosotros mismos. Todo se basa en creer y en amar. Debo amar creyendo y creer amando, porque todo lo demás se nos dará por añadidura.