En un abrir y cerrar de ojos hemos llegado ya al IV domingo del Adviento. Este, como sabemos, ha sido el Adviento más corto de todos, lo que sucede muy pocas veces, cuando el 24 de diciembre, es decir, hoy, al atardecer, ya empieza Navidad. No obstante, también ha sido un Adviento estimulante por cuanto, quizá por la presión del tiempo mismo y su misma brevedad, todos hemos debido reaccionar pronto para alcanzar esa preparación indispensable y estar listos oportunamente para celebrar a Jesucristo, que nace en nuestra carne para ser nuestro Salvador.
En este IV domingo lo tradicional es que aparezca el tercer personaje del Adviento, que no es sino María Santísima, la Virgen Madre del Hijo de Dios hecho carne. En este último domingo las lecturas nos llevan precisamente a ella, a la: “virgen que ha concebido y dará a luz”. El jueves de la semana pasada, el 20 de diciembre, se nos habló de Isaías 7.14, un prodigio muy vistoso como inverosímil, por cuanto si una muchacha va a ser madre ya no se le puede llamar virgen. Mucho menos si va a dar a luz. Hoy las lecturas van por otra línea. Hoy se nos habla de David. El rey desarrolló un reinado con un auge maravilloso de riqueza y progreso. Un poco instalado quiso construirle a Dios un templo, porque el templo todavía era una carpa hecha de lona y tablones. Se lo propone y el profeta que lo asiste, Natán, elogia la idea. No obstante, Dios pide al profeta que haga una contra oferta, porque no ser el rey quien construyó una casa a Dios sino Dios quien edifique una casa real que permanezca para siempre. Quizá uno podría pensar que Dios estaba garantizando a David un reino eterno lo cual no es cierto. No sólo Salomón, el más grande de los descendientes de David, se torció horriblemente convirtiéndose en un pagano, sino que, para vergüenza de todos, a su muerte el reino se dividió. La promesa, pues, es-taba por cumplirse.
En la segunda lectura, carta a los Romanos, Pablo revela la Buena Noticia, el misterio por excelencia, y es Jesucristo Salvador universal. El nacido de María, la virgen, redimida a la humanidad, como Redentor universal debe ser nuestro objeto de fe y por su medio debemos dar gloria a Dios eternamente.
El Evangelio, es claro, narra la anunciación del ángel a una muchacha, vecina de Nazaret, un diminuto pueblo de Galilea. La virgen está comprometida con un descendiente de David que huyó de Belén quizá por la inestabilidad que vivía todo descendiente de David al estar tan cerca de Herodes. La muchacha es saludada con solemnidad por el ángel que la llama “llena de gracia”, pues le trae un mensaje: Si ella quiere, podría concebir un niño, que será el dueño del trono de David. María percibe que por fin se cumplen las promesas antiguas y quiere saber si simplemente tendrá que casarse con José para que el mesías nazca de la relación matrimonial, pero el ángel le aclara que no, porque el niño será desde siempre el Hijo de Dios. Éste anunció plantea, pues, la salvación de la humanidad en que Dios utilizará un mecanismo muy ajustado y pertinente. María escucha serena toda la propuesta y sintiéndose bendecida por Dios, en que el Poderoso ha hecho obras grandes, siente que está dispuesta a comprometerse y por ello dice con total serenidad y madurez: “he aquí la esclava del Señor, que se haga en mí según tu palabra”. El sí de María se convierte para nosotros en la clave fundamental de nuestra salvación.