En el IV domingo de Cuaresma, llamado Laetare, se nos invita a alegrarnos. Hoy se sugiere a los penitentes que estuvieran sometiéndose a ejercicios muy rigurosos, que aflojen un poco para no sucumbir por el peso de sus renuncias. En este domingo los ministros ordenados visten de un color semejante al rosa y lucen algunas flores sobre la mesa. Desde la Biblia, nos disponemos a repasar un texto muy importante del Nuevo Testamento. Me refiero a Juan 3.16. El evangelista resume en este versículo el sentido global de la encarnación, motivándonos profundamente a creer en Cristo al exponer el inmenso amor divino amor que impulsó al Padre celestial a realizar este gesto inédito y maravilloso de entregar a su propio hijo para darle una nueva oportunidad a la criatura humana.
Por amor entrega Dios Padre a su Hijo para salvar a una criatura pensada desde el amor y destinada por amor a la vida eterna, creatura que había quedado dañada por el mal ejercicio de su propia voluntad. Jesús utiliza una imagen muy propia del Antiguo Testamento, del libro de los Números. Me refiero a esa serpiente que Moisés elevó precisamente para que los mordidos por la serpiente sanaran. Lo que hasta ese momento había producido muerte se convierte ahora en remedio, en medicina. Así como hizo Moisés, levantar la serpiente sobre todos, a humanidad contemplará levantada sobre ella al que, ultrajado y asesinado en la cruz, produciría su salvación. La obra de Dios, realizada en la entrega de su propio Hijo, hace que el resto de la humanidad no tenga que preocuparse por perder la vida. Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único y no lo envió a condenar al mundo sino a salvarlo. Y la salvación la construimos nosotros al imitar al Hijo que, al tomar nuestra carne y compartir las vicisitudes de nuestra vida, nos enseña a vivir humanamente. El gesto de levantar en alto a Jesús, de crucificarlo, supone el que todos lo miremos, sacrificado por nosotros, y creamos en Él. A partir de este testimonio maravilloso de amor, si nosotros creemos en Cristo, obtendremos la salvación que de él procede.
El misterio de la salvación humana se convierte, pues, en misterio de fe, el cual estamos en capacidad de aceptarlo o no. Si acepto creer en Cristo, con sus implicaciones, esa fe me exonerará del juicio garantizándome la salvación, mientras que, si lo rechazo, eso supondría el juicio de mis pecados y mi sentencia de muerte. La luz vino al mundo a enriquecernos, pero hay algunos que prefirieron las tinieblas a la luz. Este es su gravísimo error. La luz de Cristo nos ilumina y orienta a la salvación. La luz de Cristo es esa reconstrucción de la que nos habla la primera lectura, no ya de una ciudad, un edificio, un pueblo destruido por el odio, cuanto de una naturaleza humana creada por Dios por amor, en la ciudad santa, de la nueva Jerusalén del cielo. Si pertenecemos al pueblo de Dios subamos a este encuentro personal con Cristo, aceptándolo como Redentor de mi vida, buena noticia de salvación.
San Pablo, desde su ángulo, glorifica a Dios el rico misericordia por el amor con que nos amó, reconociendo que Dios nos redimió cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, haciéndonos revivir en su hijo Jesucristo. Esta es la plena manifestación de la gracia de Dios que se logra aprovechar sólo por la fe. Así se recupera la imagen humana original que Cristo manifiesta en su encarnación. La condición sigue siendo la misma: vivir como Cristo vivió, asumiendo el amor como bandera.