Aunque no haya nada establecido oficialmente, los observadores de la liturgia nos damos cuenta de que los primeros cuatro domingos de la Pascua sugieren títulos muy específicos a partir del tema que desarrollan. El primero es el día de la resurrección. Luego, tal y como se dijo la semana pasada, no obstante llamarse “Fiesta de la Misericordia”, el II domingo se centra indiscutiblemente en la fe. Por su parte, este III domingo de Pascua está marcado por una idea más bien eucarística y el IV domingo vendrá con un tema muy claro: el Buen Pastor.
Si volvemos a este III domingo, la idea eucarística se evidencia en las escenas narradas en los tres ciclos. Así, en el ciclo A, el Evangelio del camino de Emaús, que culmina con la fracción del pan. En este ciclo B, continuamos con la narración del camino de Emaús y la aparición de Jesús a los apóstoles pidiéndoles algo para comer y probarles así su realidad, mientras que el ciclo C narra el encuentro de Jesús con siete discípulos junto al lago. Al encontrarlos, Él les prepara de comer. Los tres ciclos proponen esa necesidad impresionante de reunirnos con Jesucristo, experimentar su presencia y, eso es curioso, comer con Él. Con esas ideas describimos la Eucaristía, esa preciosa reunión de creyentes, gentes que compartimos el mismo pensamiento, los mismos criterios y las mismas inspiraciones a partir del Señor Muerto y Resucitado, los que queremos escuchar su palabra y, por supuesto, compartir el pan que nos da, que es el pan de Vida, certificar así, con la comunión, con el contacto profundo y denso con Jesucristo y con los hermanos y hermanas, esa presencia real suya en la Iglesia. Éste es, pues, el domingo en que meditamos en la presencia real de Cristo en el pan que se parte. Tanto es así que, a partir del martes, leeremos el capítulo VI de San Juan, el Sermón del Pan de Vida.
Quizá por ello, la primera lectura de hoy, que propone la persona de Jesucristo como la figura más destacada del mundo cristiano, la presenta con un kerigma, es decir, anuncia su pasión, muerte, sepultura y resurrección. Además, el capítulo 3 de los Hechos nos hace fácil descubrir a un Pedro con una actitud muy conciliadora, porque no quiere obrar como juez despótico sino reconciliando, haciendo ver la ignorancia con que actuaron los jefes y el mismo pueblo al pedir la muerte y enviar el Mesías a su pasión. Ahora bien, si cada cual puede haber vivido esa ignorancia y actuado mal, amenazando la obra de Dios, lo importante es que cada cual asuma su responsabilidad y, en medio de un ejercicio de penitencia, busque la conversión, es decir el cambio sustancial, logrando, por la sangre de Jesucristo, el perdón de los pecados e iniciando así una vida nueva, asumida desde el modelo supremo de Jesucristo.
La segunda lectura lo aclara más todavía porque anuncia que, si alguno peca, ese que comete pecado tiene un defensor delante de Dios, el Padre. Ese defensor es el mismísimo Santo de los santos, Jesucristo. El perfil del Redentor se explica con una expresión más bien difusa. Juan llama al Redentor Víctima propiciatoria. Jesús es aquel que cambia mi pecado en algo aceptable, favorable y oportuno. De alguna manera, Jesucristo, con su entrega definitiva, su muerte, sepultura y resurrección, transforma el mundo entero en algo que Dios podría perdonar, abrazar y acoger sin obstáculo. Jesucristo hace de nosotros, pecadores débiles y mortales, entes propicios, adecuados, para recibir el amor de Dios.