Empezamos hoy con toda solemnidad y esperanza un nuevo ciclo litúrgico, el cual estará regido por el evangelista San Marcos. El nuevo ciclo será como todos los años y por ello estamos empezando con un período preparatorio, el Adviento. Este período tendrá dos partes. En la primera prepararemos la segunda venida de Cristo, cuando regresará glorioso para el juicio final. A partir del 17 de diciembre, nos dedicaremos a preparar el recuerdo de la Navidad. El adviento que estamos iniciando es un periodo muy luminoso por cuanto San Marcos, escritor del primer evangelio, es el creador de este género literario. Con su especial talento y sin saber mucho griego, supo mostrarnos el pensamiento, la doctrina de Jesucristo, ilustrándola maravillosamente con realidades de la vida del maestro. Un evangelio no es una biografía y por eso no debemos buscar en ellos detalles minuciosos.
Ya desde la primera lectura, de Isaías, primera figura del Adviento, tenemos una sensación muy rica. Su primera frase: “¡Tú, Señor, eres nuestro padre, «nuestro Redentor» es tu Nombre desde siempre!, nos hace percibir la trascendencia del proyecto del padre Dios, que nos ha creado, ha planeado nuestro rescate y ha organizado nuestra santificación. En el texto se percibe la importancia del proyecto de salvación de Dios y algo que todo ser humano ha añorado, y no hablamos sólo de los hebreos, cristianos o musulmanes, sino de todos los seres humanos, monoteístas, politeístas, o incluso ateos. En el fondo todos querríamos ver cumplido el verso que dice: “¡Si rasgaras el cielo y descendieras…!”, porque todos los seres humanos añoramos conocer algún día a Dios personalmente.
En el santo Evangelio, San Marcos plantea el juicio final como tal. Anuncia un cataclismo aunque no nos da mayor dato, mayor información. Coincide con Mateo que, al final del año pasado, decía que Dios es como un amo que deja a sus sirvientes encargados de organizar las cosas mientras está ausente, pero que regresará y, por supuesto, les pedirá cuentas. Por eso hay que estar prevenidos, porque no sabemos en qué momento llegará el amo, el señor, que bien podría llegar al caer la tarde, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. En todo caso, se nos dice que llegará de improviso. Por eso es indispensable estar prevenidos, estar alertas, con la conciencia clara de que estamos esperan-do.
Ahora bien, al hablar del juicio final no se busca realmente sembrar miedo, aterrorizar a las personas o atormentarlas por el acontecimiento, porque el juicio debe verse como momento de alegría y gozo, el punto en que recibiremos nuestro premio. Por eso San Pablo, en su texto, propone que cada uno examine a fondo su propia riqueza personal. No se habla de dinero, porque eso no vale nada, sino de la gracia recibida de Dios y acumulada, que llega a nosotros por la palabra de Dios y el conocimiento de la verdad, por nuestro arraigo en la persona de Jesucristo, que nos enriquece con sus dones y gracias. Esa riqueza sirviendo de sustento a nuestra debilidad humana, nos permitirá aparecer irreprochables en el día de la venida de nuestro Redentor. De lo que se trata, pues, según señala San Pablo en su texto, es de vivir en comunión, es decir, de estar juntos, amar juntos, servir juntos, esperar juntos y, sobre todo, vivir con la mente puesta en Cristo, y que cuando llegue nos encuentre asumiendo gozosos, juiciosos y pacientes, las tareas que nos había encomendado.