“El cuerpo de Cristo”. “Amén”. Ésa es posiblemente la frase que más repite un cura en su vida como párroco o como vicario, pero no sólo él, sino también los ministros extraordinarios, los abnegados miembros de la comunidad que saben consagrar su vida a un servicio tan noble: dar la comunión a los ausentes como a los enfermos. Porque en la Eucaristía está la esencia misma de la Iglesia que nace de ella y es ella misma la que la confecciona. Hoy estamos celebrando el Corpus Christi, esa solemnidad que la Iglesia quiso crear para que le diéramos auge y desarrollo a la escuálida y constreñida conmemoración del Jueves Santo, cuando, al terminar la cuaresma, recuerda el momento crucial en que Cris-to mismo, al partir el pan, anunció su pasión inminente, su muerte, su sepultura y dejó entrever la oportunidad de su resurrección. Pero el Jueves Santo está apretujado por los demás acontecimientos, con lo cual es imposible para los fieles celebrar en profundidad al que está presente entre nosotros como alimento, como certeza, como manifestación infinita de la gloria de Dios. Para eso nació el Corpus Christi.
En la primera lectura de este solemne día, la Iglesia nos propone un elemento sustancial en la vida religiosa, la alianza que Dios ha hecho con su pueblo, una alianza que empezó con ejercicios apenas rescatables y que, en esa oportunidad, en el capítulo 24 del Éxodo, se sella con la sangre de unos animales sacrificados para la ocasión “Ésta es la sangre de la alianza que ahora el Señor hace con ustedes”. Aunque todavía fuera rudimentaria, aquella alianza sellada con una sangre apenas significativa, contenía toda la riqueza de lo que llegaría a ser el sacrificio de la Cruz, con una sangre que ya no sería de animales, sino del mismo Dios hecho carne, la sangre del Hijo de Dios. En el salmo, uniéndonos al Jueves Santo, recordamos que el cáliz que bendecimos es la comunión con la sangre de Cristo.
La segunda lectura habla de nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, que distinto de los sacerdotes del culto antiguo ya no ofrece sangre de animales, chivos o toros, sino que, por ser el mediador de la Nueva Alianza entre Dios y la humanidad, se ofreció a sí mismo purificando nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, abriéndonos la oportunidad de poder ofrecer a Dios un culto verdadero y legítimo. Porque a nosotros, como Iglesia o asamblea, nos toca ofrecer a Dios a su propio Hijo, redentor de la humanidad.
En el Santo Evangelio, San Marcos narra los acontecimientos de aquel Jueves Santo, el primero de to-dos, precisamente cuando se inmolaba la víctima pascual. El texto nos deja la sensación de que Cristo lo tenía todo preparado. Sólo faltaba echar a andar la maquinaria: “vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. síganlo…”. Ya a la mesa, Jesús realizará le gesto profético de lo que llegaría ser el memorial de su propia pasión. Toma el pan, lo parte, es decir, lo rompe, lo destroza, y les dice: “Tomen, esto es mi Cuerpo”. Marcos nos dice que después tomó una copa, que dio gracias y que la paso para que bebieran de ella asegurándoles que aquella era la sangre suya, “la sangre de la alianza que se derrama por muchos”. Así Jesús nos deja su herencia, una cena ritual en la que, por cuanto repetimos sus gestos de aquel Jueves glorioso, estamos haciendo el memorial de su propia entrega, actualizándola, viviéndola, disfrutándola, y tomando conciencia de que, en la entrega de Jesús de Nazaret, la humanidad encontraba la senda para llegar al Padre celestial.