Domingo 19 de febrero, VII del Tiempo Ordinario

Seguimos la senda de Cristo, que continua planteándonos esa sustancial reforma de la ley que ha asumido. La reforma consiste básicamente en una nueva manera de vivir. Debemos leer con nuevos ojos la ley de Moisés, si la asumimos con toda serenidad y claridad podremos, por fin, empezar a pensar, no como los hombres, que han sido embotados por el pecado y tienen dificultades para asumir la esencia de la vida, sino como Dios, porque Dios se hizo carne para enseñarnos a vivir humanamente.

La primera lectura es un texto muy antiguo, del Levítico, una llamada radical a la santidad, a la perfección: Nosotros debemos ser osantos porque Dios es santo. Para serlo debemos aprender a amar, precisamente a amar al prójimo como a nosotros mismos.

La segunda lectura nos aclara por qué la nueva ley se centra en el amor al prójimo. La doctrina de Jesucristo, si se puede hablar así, nos recuerda que los seres humanos somos el templo de Dios, que nadie puede destruirnos, ni a nosotros ni a ningún otro, porque quien lo pretenda será destruido por la mano de Dios. Somos su templo y el templo de Dios es sagrado, nadie lo toca.

Sigue siendo urgente que no pensemos como los hombres sino como Dios.

Jesús, por su parte, continúa con su reforma de la ley, utilizando justo el método que ha concebido, que “si antes escuchábamos que las cosas se hacían de este modo ahora debemos hacerlo de este otro modo”. Hoy, por ejemplo, suprime la famosa y útil ley del talión aprobada por Moisés, ley que dice: “ojo por ojo, diente por diente”. Esa ley se había inventado para refrenar el espíritu vengativo del ser humano. Pero Jesucristo es radical y no acepta el odio, por lo cual suprime para siempre incluso la mera posibilidad de que se piense en la venganza. Al contrario, debo esforzarme en aprender a amar a mis enemigos, amarlos y servirlos, orar por ellos. Así seremos verdadero hijos de Dios, hijas de Dios.

Jesús razona diciendo que quienes pretendan amar sólo a los que los que los aman no tiene ningún mérito, que si saludamos sólo a los que nos saludan, no tenemos ningún mérito tampoco. Los paganos hacen lo mismo. Debemos ser perfectos, a ser santos, como nuestro padre Dios es perfecto, es Santo.

El cambio radical del ser humano es propuesto por Cristo como una nueva visión, un nuevo lenguaje, una nueva determinación, que será visible a los demás, porque nos hará brillar ante los ojos del mundo por lo inusual del comportamiento.

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