Saludos muy afectuosos. La Iglesia universal celebra hoy el II domingo de Adviento, el momento en que emerge Juan el Bautista, segunda figura de este tiempo glorioso (la primera es el profeta Isaías, profeta mesiánico por excelencia). Por una decisión particular, nuestros obispos decidieron pedir al Vaticano se les indulte por celebrar hoy, no ya el proceso preparatorio de la segunda venida de Cristo que llamamos Adviento, sino la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Esto parece indicar que no están pidiendo permiso sino perdón, porque harían lo que no está permitido, ya que los domingos de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua no deben ser postergados justo por la centralidad de Cristo. Debemos acoger esta decisión de los obispos y por eso hoy comentaremos hoy las lecturas de esa solemnidad.
Resulta por demás interesante descubrir que la solemnidad de la Inmaculada Concepción, que celebra uno de los cuatro dogmas marianos, como sucede con todas las fiestas y solemnidades de la Iglesia, está directamente relacionada con la persona de Jesucristo, porque quien hace grande a María es Jesucristo. La primera lectura plantea lo que se conoce como el protoevangelio, el primer vestigio del Evangelio. Si revisamos el orden tradicional de los libros de la Biblia, en el primer libro, Génesis, capítulo 3, aparece por primera vez la promesa de salvación de Dios para la humanidad. En la maldición a la serpiente se le anuncia la enemistad que habría entre “la mujer”, es decir, esa mujer señalada desde el principio como madre del Salvador, y la serpiente, símbolo del mal. Esa enemistad se extendería al linaje de la serpiente como con el linaje de la mujer. A pesar de un antiguo error que suponía que era la mujer la que aplazaría la cabeza de la serpiente, posteriores investigaciones bíblicas demostraron que no sería ella sino precisamente el descendiente de la mujer, es decir, el mesías, el que haría esto.
La segunda lectura no podría ser más cristocéntrica, pues se bendice a Dios, padre de Jesucristo, por habernos elegido para que seamos santos y para predestinarnos a ser sus hijos por Jesucristo. En este gesto de Dios, que María facilitará por su disponibilidad y entrega, se lograría el que nosotros seamos constituidos herederos de la gloria eterna. Así, el designio de Dios y la salvación que nos alcanza Jesucristo tienen en María esa colaboradora directa, disponible y santa y nosotros una madre que, concebida sin pecado, contribuye con su carne a la inserción de Dios en la historia.
El evangelio, por su parte, no es sino la narración del anuncio que el ángel Gabriel hizo a María al comunicarle el inmenso misterio al que Dios la invitaba a participar intensamente en su desarrollo. La Iglesia entendió desde siempre que la disponibilidad de María estaba íntimamente relacionada con la preparación que Dios le había dado, es decir, preservarla de la carga del pecado por los méritos de Cristo, para que fuera la mejor madre posible para el Verbo eterno en su encarnación. El anuncio del ángel es una propuesta a María. Si ella aceptara, sería madre del hijo de Dios, dándole a entender, de paso, que José, descendiente de David, su prometido, podría tener que ver con esto, no para engendrar, sino para legitimar, por cuanto el que nacería debía ser hijo de David. Comprendidas las disposiciones de Dios, incluido el hecho de que en la concepción no interviene un varón, María se somete dócil al Señor como su esclava, su sierva dócil, para que Dios haga lo que desea, según su voluntad.