Ese domingo cierra el pequeño ciclo sobre la misericordia de Dios que se nos ha propuesto, incluso si el Evangelio de este domingo no está en el libro de Lucas. No obstante, la idea planteada en este Evangelio, acuerpado con las otras dos lecturas, nos permitirá comprender la realidad de ese Dios al que debemos conocer y amar. Nuestro Dios, eterno, inmenso, sabio e intangible, se nos muestra como imposible de alcanzar, pero través de los textos de estos domingos, lo hemos ido comprendiendo más grande todavía precisamente porque puede quiere perdonarnos.
En la primera lectura, el profeta Isaías plantea una clave fundamental del mensaje divino, que lo es también del Nuevo Testamento. Lo más importante en nuestra fe es no recordar tanto el pasado, ni pensar en las cosas antiguas, porque nuestro Dios lo ha hecho todo nuevo. La nueva obra de Dios, la nueva creación, se manifiesta precisamente en quien Dios enviaría, el redentor. El salmo plantea algo muy cercano cuando nos hizo repetir que Dios hizo grandes cosas por nosotros.
En la segunda lectura San Pablo dice a los de Filipos, que todo le parece desventaja comparado con la inapreciable riqueza que es Cristo Jesús, y asegura que él está dispuesto a sacrificarlo todo por unirse a Él. Cada cristiano, a partir de esas ideas, debe ver su vida como una inmensa oportunidad en el que, viendo lo que Dios realiza en su vida, sus bondades y bendiciones con que nos enriquece, todo debemos usarlo para mejorar, para ir cambiando, para ir convirtiéndonos según el modelo de Jesucristo, hasta alcanzar la meta que él mismo Cristo plantea.
En el Evangelio asistimos a la escena en que una mujer, sorprendida en flagrante adulterio, es echada a los pies de Jesús para que la condene a partir de la ley de Moisés. Es una trampa. Si la condena, perderá toda fama de bondadoso y compasivo, al portarse como un judío más. Si no la condenara, estaría oponiéndose Moisés y eso lo del calificaría. Jesús observando la escena lo que hace es inclinarse y ponerse a escribir en el suelo polvoriento. Cómo la gente insiste en que decida que hay que hacer con aquella mujer, Jesús se incorpora diciendo que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra para volver a inclinarse. En ese inclinarse vamos a entender que lo que Jesús está siendo exponiéndose en el lugar de la mujer, a su altura, para que cada uno de nosotros comprenda que en realidad no hay nadie que pueda considerarse a sí mismo libre de pecado, pues todos estamos empecatados y urgidos de la misericordia y del perdón de Dios. Señala el texto que quizá entendiendo el mensaje subliminal de Jesús, los que condenaban y señalaban a aquella mujer empiezan a alejarse. Así la mujer deja de ser asediada, pues los hombres se alejaron uno por uno, empezando por los más viejos. Cuando ya nadie queda por allí, Jesús le pregunta la mujer por sus acusadores, por su condena. Ella reconoce que ya el peligro no existe. Me importa señalar que, según se entiende, el único libre de pecado en aquel grupo era Jesús. No obstante, el mismo le dice aquella maravillosa frase: “yo tampoco te condeno”, dándole de inmediato un consejo que es a la vez instrucción: “vete, no peques más en adelante”. Jesús no condena, pero tampoco quiere que nosotros nos hundamos en el mar de la culpa, quiere que acojamos el perdón de Dios.