Comentario al Evangelio del domingo 4 de mayo de 2025, III de Pascua.

Sigo deseándole la mejor Pascua. Cristo ha resucitado y su alegría debe inundar el mundo entero. Esto es así aunque algunos congéneres nuestros, hermanos nuestros, no quieran aceptar, ni el hecho de la resurrección, ni mucho menos el hecho de la Encarnación, porque lo más cierto es que ni siquiera aceptan la existencia de Dios. No obstante, hoy la experiencia de Cristo se hace mucho más concreta. El encuentro con el resucitado que terminó siendo una catarata de experiencias de tanta gente, además de los apóstoles, se convierte ahora en una experiencia más personal, más íntima, más comprometedora. Siete de los discípulos de Jesús, encabezados por Simón Pedro, que sufre una cierta regresión cargada por el temor, aspira a retornar a sus días de pescador y con firmeza convence a sus compañeros para ir al mar a probar suerte. Solo que no pescan nada. Es claro que deben comprender que sin el Señor nada es posible. Al amanecer hay alguien en la playa que les pide pescado. Desde la distancia le dicen no tener. El desconocido les da ciertas indicaciones y de mediato el milagro se produce, las redes se llenan de peces. No porque logre distinguirlo o reconocerlo sino quizá por el resultado de la pesca, el discípulo amado exclama: “Es el Señor”. Simón reacciona y, amarrándose la túnica se lanza al agua, mientras los demás arrastran las redes con los peces a la playa en las barcas. La playa se presta para una escena eucarística, de intimidad, de compartir el pan. Siguen sin reconocer a Jesús, oculto quizá por los velos de la resurrección. No obstante, hay certeza en sus corazones. Saben que es el Señor y Jesús mismo les confirma su presencia al darles el pan para compartir. Hay un maravilloso diálogo de Jesús con Simón que otro día comentaremos.

La primera lectura de este domingo nos habla de la enorme responsabilidad que los apóstoles están asumiendo. Lo hacen por la inmensa certeza que mueven sus vidas, esa valentía que los hace capaces de responder a las autoridades hebreas, mismas que pocas semanas atrás asesinaron a Jesús de Nazaret, con una frase llena de autoridad: “Es necesario obedecer a Dios antes que los hombres”. Pedro, además, les recita el kerigma, les anuncia a Jesucristo que, habiendo padecido, entregado a la muerte y sepultado, fue exaltado por Dios y convertido en Señor y Salvador, para conceder a todos el perdón de los pecados. Los apóstoles se declaran testigos del acontecimiento, ellos y el Espíritu Santo que Dios da a los que le obedecen. El sufrimiento será parte de sus vidas. Serán perseguidos y asesinados, pero ellos, en vez de acobardarse, se confiesan felices de que los consideren dignos de padecer en el Nombre de Jesús.

El Apocalipsis, por su parte, nos encuentra en un punto culminante de la liturgia del cielo cuando, por boca de los Cuatro Vivientes y de los Ancianos en número incontable, proclaman la gloria del Cordero que ha sido inmolado y que, sentado junto a Dios, está recibiendo el poder y riqueza, sabiduría, fuerza, honor, gloria y alabanza, virtudes que son evidentemente propias de Dios. El Cordero, que ha sido sentado junto a Dios, es glorificado con Él por medio de un himno de alabanza, reconociéndosele estatura suficiente para ser reconocido por la comunidad creyente dándole alabanza, honor, gloria y poder por los siglos de los siglos. Este himno, a manera de plegaria es sustentado por los Cuatro Vivientes que solemnemente responden: “Amén”.

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