Nos adentramos a una segunda ventana de este pequeño trío sobre la misericordia de Dios que nos propone San Lucas. Hoy el centro y corazón de todo es la parábola del padre amoroso.
Enlazar el tema del hijo pródigo con la primera lectura es complejo. Quizá haya que apuntar a la misericordia de Dios quien, a pesar de todas las infidelidades lleva al pueblo a la meta, a la tierra prometida, atendiendo sus carencias perentorias y proporcionándoles lo que necesitaban para lograr esa meta. Quizá lo más significativo de esta lectura sea el su texto, las deslealtades del pueblo, sus traiciones, el rechazo, hasta hoy, a aceptar lo que Dios les proponía.
Lo propio sucede con los hijos de aquella casa, hijos de un hombre bueno que desea dar a sus hijos todo lo que quieran pero que, por supuesto, choca de frente con la intransigencia, la rebeldía, la incomprensión y, sobre todo, con la ingratitud de los muchachos. El menor de casa, que no tenía derecho a herencia, recibe un dinero que pide y, en la primera oportunidad abandona a su padre para vivir según su interés. Por supuesto fracasa y, sin que medie ningún remordimiento sino inspirado casi exclusivamente por el interés personal, decide regresar a la casa de su padre, por lo menos para tener pan. El padre, que lo ha estado esperando, casi sin dejarle hablar, lo abraza y besa, a pesar de que viene de un genuino chiquero, pues he estado alimentando cerdos. El padre manda se le restituya la dignidad a su hijo y organiza una fiesta. El hijo mayor, dueño de todo, se irrita porque su padre haya hecho una fiesta por el regreso de aquel pervertido. Nos damos cuenta de que el amor no habita en esa casa, el único que ama es el padre, y ese amor desbordante del padre lo hace salir al encuentro del mayor para convencerlo de que entre la casa. En el diálogo descubrimos que el hijo mayor tampoco desea tener una buena relación con su padre. Tal actitud resulta incomprensible pues no es posible tener un padre con mejor calidad ni disponibilidad. Ese padre es Dios, por supuesto, que nos ha demostrado su amor enviando a su Hijo al mundo para que construya en la tierra el reino del amor, el reino de los cielos y que nos muestre por fin el rostro del Padre, de manera que los humanos, si tuviéramos alguna duda de cómo es Dios, simplemente miremos a Cristo, que ha dicho en alguna parte: “quien me ve a mí, ve también a mi Padre”. En Cristo tenemos el referente primordial, la definición del amor, pues aquel amor hecho carne es el ejemplo luminoso y óptimo para que aprendamos a vivir adecuadamente.
Por eso San Pablo puede decirnos hoy en su carta a los de Corinto que el que vive en Cristo es una nueva criatura, que lo antiguo a desaparecido y que un ser nuevo se ha hecho presente. Nuestra reconciliación con Dios es, entonces, posible, pues es la voluntad de Dios. El Padre quiere reconciliarse con nosotros por medio de Cristo, que del mismo modo busca reconciliar al mundo consigo. Y lo hace, no mirando a nuestros pecados, sino desde la palabra de la reconciliación. Descubrimos así que tema es muy simple, sencillo, llano y que nadie debiera dudar siquiera un instante en nuestro futuro, que ya no es llegar a la tierra prometida de los hebreos, sino algo mucho mejor, la vida eterna. Eso sí, adheridos a Cristo, dejándonos reconciliar con Dios.