Feliz Navidad para todos. Estamos en la octava de la Navidad, esos días que extienden la solemne fiesta y nos da así una mayor oportunidad para la reflexión y para disfrutar y comprender la experiencia de Cristo que, nacido en carne, se hizo hermano nuestro y nos hizo a nosotros hijos de Dios. Todo, pues, nos habla de una familia, la familia de Dios, esa familia que estamos llamados a reproducir en la tierra, con una cabeza que en el mejor de los casos son papá y mamá; con un cuerpo, los hijos, los que unidos a su vez a sus padres por lazos entrañables, y recibiendo de ellos un afecto y una protección constante y permanente, reproducen precisamente el amor entre el Padre y el Hijo, es decir, el Espíritu Santo. El amor trinitario es el amor de la familia humana, o al menos debe serlo, un amor que estimule, que eduque, que proteja, que conduzca a la madurez y que nos prepare para una vida en esta tierra y en Dios. De manera muy poética, la primera lectura nos muestra esa familia en el que lo que brilla son las profundas relaciones, el afecto, eso que se llama “piedad”, repito, relaciones de respeto y ternura que son propias de la familia y que terminan siendo la esencia de nuestra relación con Dios. Cabe también, sí, en este texto una tarea que debe ser cumplida por los padres y que genera toda la gratitud de los hijos, porque educándolos a conciencia y constantemente, los han hecho verdaderos ciudadanos.
En la segunda lectura tenemos una óptima descripción del cimiento de todo, la pareja matrimonial. Allí se los declara elegidos de Dios, santos y amados. De seguido se exponen las características que deben brillar en la pareja: compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia. La pareja debe saber apoyarse mutuamente y dar soporte a la familia entera, para asegurar el edificio. Deben saber amarse profundamente, estableciendo la paz como núcleo de su unión, además de aprender a vivir en oración, usando la plegaria como elemento de cohesión y, sobre todo, aprender a vivir juntos la celebración de la Eucaristía, asumiendo unidos todas las tareas hogareñas de afecto, educación y estímulo, en el nombre del señor Jesús. La familia es un entramado muy delicado, pero el resultado final, si la tarea se asume responsablemente, será maravilloso y será la muestra más grande de que nuestra voluntad de dar gloria a Dios en nuestro mundo es una tarea urente y estimulante.
En el Evangelio tenemos la página maravillosa del Niño Jesús, que decide, sin consultar, quedarse en el Templo, quizá para calibrar la calidad de la fe que allí se vive. Tras buscarlo tres días, sus padres por fin lo encuentran en el Templo, conversando con los doctores de la ley. Los padres son siempre responsables de los hijos y, por supuesto, de su educación, de que desarrollen sus habilidades y, sobre todo, cuidando la construcción del ente social llamado familia, construir nuevos seres humanos capaces y responsables. El respeto, la consideración y la estabilidad deben mantenerse en todo sentido, para que la familia pueda continuar su camino, porque, cuando se dan los desequilibrios, la familia se resquebraja y pierde estabilidad. Jesús es Dios. Eso lo sabemos. No obstante, el Niño debió saber que no podía tomar decisiones sin consultar y, cuando contravino las instrucciones de sus padres, recibe una reprimenda y, evidentemente, aprende a no actuar con superficialidad, a no faltar al respeto a la estructura familiar. Si Dios hecho carne vivió estas experiencias, ¿cuánto más los niños que nacen en nuestros hogares, en un mundo tan difícil. Ellos deben aprender a controlarse, a estructurarse y a respetar a sus mayores. Eso, aunque parece no estar de moda hoy, pero no ha perdido ninguna vigencia.