“¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!”. Tales fueron las palabras de aquel hombre llamado Bartimeo que, tirado al borde del camino, pedía limosna. Cuando aquel ciego se entera de que Jesús pasa, se pone a gritar y sus amigos querían callarlo por la vergüenza de semejante espectáculo. El Evangelio de este domingo nos conmueve profundamente. Sabemos que no había nada más tenebroso en la época que tener un defecto físico de tales dimensiones, porque hacía del que lo padeciera un sujeto inútil, impidiéndole una vida normal, dependiente de la limosna, es decir, de la caridad pública.
En la primera lectura, el profeta Jeremías nos pide gritar llenos de júbilo, hacer oír la voz, porque Dios ha salvado a su pueblo y lo trae desde la deportación. Esta victoria de Dios aparece ante el mundo como un acontecimiento inesperado. Presuntamente Dios se había olvidado su pueblo pero ahora lo recupera y lo trae de vuelta a casa. Hay entre los que cantan ciegos y lisiados, mujeres embarazadas y parturientas: ¡es una gran asamblea la que regresa! Y vienen llenos de consuelo, conducidos por Dios por un camino en que no tropezaran. Por su parte, la segunda lectura, carta a los hebreos, nos habla del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, el cual fue puesto en favor de la gente para llevarla a Dios, procurarle el perdón de los pecados. Este sumo sacerdote podía ser indulgente con los pecadores porque él mismo era pecador. Con Jesucristo el cambio es sustancial. Nuestro Sumo Sacerdote recibió la dignidad, no de la ley ni de la genealogía, sino de su Padre, que lo declara en público como su Hijo, haciéndolo sacerdote para siempre al estilo de Melquisedec, capaz de ofrecer su sacrificio por los pecados de todos. La compasión es, pues, su característica esencial. Es mediador entre cielo y tierra.
El encuentro con aquel ciego está marcado por algunas circunstancias interesantes. Lo primero, que alguien ha puesto en alerta al joven diciéndole quién se acerca. Le da como una breve evangelización, suficiente como para que reconozca en Jesús al mesías, al ungido de Dios, al hijo de David. La represión de los que están cerca reitera el pensamiento hebreo, es decir, que cualquier impedimento físico era signo de la maldición de Dios. Quieren callar ese maldito porque es indigno de todo. Pero Bartimeo grita más fuerte y Jesús nota su presencia. Entonces dice su mejor palabra: “Llámenlo”. Así, pues, quienes antes se burlaban, ahora lo estimulan a acercarse a Jesús. Bartimeo reacciona de modo profundamente elocuente. Tres gestos realiza, muy distintivos, que deberíamos imitar. El primero, arrojar el manto, es decir quitarse de encima todo lo que estorba. Lo segundo, si estaba extraviado, perdido y, peor aún, caído, dependiendo de las limosnas de los otros, renunciar a todo eso. La tercera, si recuperaba el camino, se acerca a Jesús. El diálogo que sigue es casi formal y supone la respuesta. Jesús le dice: “¿qué quieres que haga por ti?” Y escuchamos con serenidad y gozo la respuesta de aquel hombre: “Maestro, que yo pueda ver”. Aprendemos que aquel hombre no quiere privilegios ni situaciones complejas o engorrosas. Desea recuperar su dignidad, poder trabajar, ser autosuficiente. Reflexionemos si nosotros mismos estaremos listos para soltar todo aquello que nos estorbara para lograr una excelente relación con el Hijo de Dios, Jesucristo. Si perdimos el camino y estamos desperdiciando el tiempo, aturdidos por situaciones insignificantes, regresa. Y, por último, acercarnos decididamente a Jesús, pero no para darle nuestra adoración, ni para caer sumisos en pomposas reverencias. ¿Estaré yo dispuesto más bien a ser amigo, amiga, de Jesús, a confiar absolutamente en él como mi único y verdadero amigo?