Feliz Pascua para todos. En medio de la zozobra de la muerte del Santo Padre, el papa Francisco, obispo de Roma, se nos llama a vivir también el gozo y la alegría de la resurrección de Jesucristo. De hecho, tendremos que decir que, si el papa Francisco murió, como todos moriremos, creemos que resucitará con Cristo en el último día. Porque, si él ha participado sacramentalmente de la muerte y la resurrección de Cristo, cuando su tránsito por este mundo terminó, sabemos que podrá participar objetivamente de aquella genial resurrección física que Cristo experimentó.
El II domingo de la Pascua, cuando se celebra la fiesta de la Divina Misericordia, debemos notar que las lecturas nos conducen hacia una reflexión sobre la fe, porque la fe es la herramienta fundamental de nuestra vida cristiana. Debemos creer en Cristo, pero en Cristo resucitado. Debemos creer en él por el testimonio de los apóstoles, por el testimonio de la Iglesia, creer aún que tengamos que meter los dedos en las llagas y la mano en el costado abierto. La resurrección de Cristo es el acontecimiento fundante de nuestra Iglesia, la cual sale de ese costado abierto, de esa muerte y resurrección en que nosotros fuimos bautizados. Tomás, que no estaba presente el primer día de la semana, cuando Cristo resucitado se presentó ante los apóstoles, dándoles el regalo de la paz, transmitiéndoles el Espíritu Santo y enviándoles a administrar el perdón de los pecados a todos los creyentes, al reintegrarse al grupo de los 10, no logró comprender del todo que aquel grupo, sus amigos más cercanos, ya no eran simplemente los discípulos de Cristo. Tomas no supo comprender que aquellos eran ya la Iglesia de Jesucristo, fundada a partir del encuentro con la resurrección. La negativa de Tomás a creer a los apóstoles es muy comprensible y cualquiera de nosotros podría pedir semejantes pruebas ante una propuesta tan descabellada, me refiero a la resurrección de uno que habría muerto destrozado en una cruz. No obstante, la práctica futura de la Iglesia sería precisamente esa, es decir, proponer al Resucitado y esperar de nosotros, los discípulos, una respuesta de aceptación que el argumento fundante.
La primera lectura plantea para nosotros un perfil de esa Iglesia a la cual hay que creerle, la comunidad portadora de la buena noticia de Jesucristo, adornada de signos y prodigios, congregada en un mismo espíritu, una iglesia que crecía, una iglesia que debía dar testimonio con esa noción, una iglesia con una cabeza, Pedro, que actuaba como líder, como organizador, como responsable y que, de paso, curaba enfermos en el nombre de Jesucristo.
En la primera lectura iniciamos una breve lectura continuada del Apocalipsis. En el texto Juan, el testigo, garantiza que vio a Jesucristo vivo y cubierto con unos signos muy particulares, siete candelabros de oro y una larga túnica blanca y ceñida al pecho. Asegura que cayó como muerto a sus pies pero que él lo tomó de su mano derecha y le dijo: “No temas: Yo soy el Primero y el Último, el Viviente, asegurándole que sólo muerto pero que ahora vive por los siglos de los siglos”. Tomás no escuchó ese testimonio que acuñó la Iglesia muchos años después. Es a nosotros a quienes se nos entrega para que creyendo en Cristo lo anunciemos vivo a todas las generaciones.