Este domingo las lecturas nos traen un cierto escozor, una molestia evidente. Jesús hace el segundo anuncio de su pasión. Con este anuncio se va a poner en evidencia que los seres humanos somos sordos voluntarios de primera categoría. Nosotros, los que frecuentamos la Iglesia, no sólo no venimos a escucharlo a él, sino que, además, traemos nuestras propias expectativas, nuestras metas y deseos, y esto, hermanos y hermanas, es verdaderamente vergonzoso. Aunque en el texto se hace evidente que no somos solo nosotros los que no lo escuchamos. En el Evangelio se dice que los apóstoles tampoco lo oyeron hablar de su pasión, de su inminente muerte, como tampoco de su resurrección. No le pusieron ninguna atención, porque, contradictoriamente, calculaban quién podría ser el más importante cuando Cristo fuera coronado de gloria, proclamado señor del mundo. Aunque parezca mentira, tras ya varios meses de estar juntos, aquellos hombres todavía tenían aspiraciones políticas y de poder. Evidentemente, el ser humano afectado por el pecado tiende a ser vano, superficial y ambicioso.
Los apóstoles simplemente no escuchan a Jesús. Ellos están ocupados en sus maquinaciones. Nosotros, 2000 años después de la resurrección, tampoco lo escuchamos. Por ello no debe extrañarnos que en la primera lectura de la liturgia, de Sabiduría, se proponga a un hombre justo y santo que sería sometido a grandes castigos sólo porque los perversos querían demostrar que Dios no estaba con él. Ponen en escrutinio el actuar del Santo, del llamado hijo de Dios y, al atacarlo, pretenden obligar a Dios a meter la mano para lograr su rescate. Por eso probarán con ultrajes y tormentos, medirán su temple y probarán su paciencia. No sabían que Dios, ciertamente, vendría para resucitarlo.
La segunda lectura, de la carta de Santiago, propone el corazón humano extraviado como origen de la rivalidad, la discordia, el desorden y la maldad, y deja ver que, si un ser humano lo quisiera, bien podría optar por la sabiduría, que genera pureza, paz, benevolencia y entendimiento. Santiago asegura, más aún, garantiza, que las luchas y las querellas que vivimos en el corazón son el resultado de las pasiones que combaten en nuestro interior. Y nos acusa de ser unos ambiciosos, que, porque no conseguimos lo que buscamos, somos capaces de asesinar. La envidia es, dice el apóstol, la madre de todas las guerras. Santiago asegura que nosotros no tenemos porque no pedimos, o porque pedimos mal, porque lo que buscamos es satisfacer nuestras pasiones.
El Evangelio, pues, pone de manifiesto la mezquindad humana y la inconsistencia de nuestros principios básicos como la amistad, el respeto, la consideración y hasta la inteligencia emocional. Paradójicamente Jesús destaca la figura de un niño. Para muchos judíos, e incluso muchos de nosotros, al menos hasta mitades del siglo XX, un niño era visto como basura, como desechable, como algo sencillamente prescindible, y, como morían tanto, que se podría reponer con otro embarazo sin reparar en que la gracia de Dios se derrama sobre cada criatura personalmente. Cristo pone las cosas en su lugar y asegura que el modo como en adelante acojamos a los niños determinará relación con nosotros, porque cuando recibimos a un niño lo recibimos a él y en él al mismo Padre Celestial. Por eso debemos cuidar la manera como tratamos a los demás, especialmente a los pequeños.