Comentario al Evangelio del domingo 22 de diciembre de octubre de 2024

Alcanzamos ya el IV domingo del Adviento. Días atrás, el 17, empezamos a organizar la Navidad, pues antes preparábamos más bien en la segunda venida del Señor, que será al final de los tiempos. hoy domingo aparece en el panorama litúrgico la tercera figura del Adviento, la Madre Santísima. María surge hoy para enfatizar uno de los aspectos más importantes de la vida de un cristiano, algo realmente sustancial. Me refiero al gusto genuino por ayudar a los demás. Durante el anuncio del ángel, éste le reveló a María que su pariente Isabel estaba embarazada a pesar de ser una persona entrada en años, porque “para Dios no hay nada imposible”. Este dato fue muy importante para María, no sólo porque confirmaba el inmenso poder de Dios, sino porque, además, le permitiría servir, auxiliar a Isabel que necesitaría del apoyo de todos quienes pudieran dárselo. Por ello María va de inmediato a la población en la que vivía la pareja, en las montañas de Judá. Conocemos bien los acontecimientos. María llega y, cuando saluda, el niño saltó de alegría en las entrañas de Isabel que, transformada en profeta por el Espíritu Santo, señala a María como bendita entre las mujeres y bendito es el fruto de su vientre. Luego se muestra sorprendida de que la madre de Dios haya venido a visitar a esta anciana y explica a María que, al oírla, el niño bailó de alegría en sus entrañas, pues entraba en contacto con el niño que venía en las entrañas de María. Y llama a María dichosa por creer que se cumplirá todo lo que le fue anunciado de parte del Señor. El misterio está preparado. El Nacimiento del Hijo de Dios está pronto.

En la primera lectura, Miqueas enfatiza en la categoría de Belén, ciudad elegida para que allí nazca el Salvador. El origen de este anuncio del redentor se remonta al pasado muy remoto, al tiempo inmemorial. Quizá podría parecer que Dios los ha abandonado, pero esperen que dé a luz la que debe ser madre. Entonces todo cambiará y Él, el mesías, se mantendrá en pie para apacentar a su pueblo con la fuerza del Señor, su Dios. El mesías, por su grandeza, producirá en todos los corazones una enorme tranquilidad. La sentencia final del profeta es: “¡Y Él mismo (Dios) será la paz!”

La Carta a los Hebreos, segunda lectura de hoy, expone puntos sensibles para nuestra fe, pues habla del Mesías de Dios, Jesucristo, y asegura que diría, al entrar en el mundo: “tú no has querido sacrificio ni oblación; en cambio me has dado un cuerpo”. Una línea más abajo agregará “entonces dije: Dios, aquí estoy, yo vengo -como está escrito de mí en el libro de la Ley- para hacer tu voluntad”. La recomendación de la carta es muy interesante, intensa y profunda, porque, a Dios, a quien no le interesan los sacrificios hebreos, el ejercicio cansino de estar ofreciéndole chorros de grasa ardiente y animales calcinados, reacciona diferente con el Mesías. ¿Cuántas veces nosotros mismos en el lenguaje de los cristianos escuchamos que hay que ofrecerle a Dios esto y lo otro, como si Dios estuviera buscando algo nuestro? No obstante, el mismo Mesías, desde el salmo 109, dice que Dios le ha dado un cuerpo, una materialidad, una humanidad, y él se siente en el deber de preguntarse: ¿para qué es este cuerpo? Jesús llegaría a entender que Dios le dio este cuerpo para que sea herramienta de la salvación, para entregarse, en ese cuerpo, por sus hermanos, los humanos. Si eso es así, venimos entender que el único sacrificio que Dios aceptaría en el mundo sería el de su propio Hijo, no sólo porque al momento en el que el Hijo fuera llevado a la muerte sería porque estaba cumpliendo con la voluntad de Dios y por eso lo mataban, y demás, porque podría resucitarlo de entre los muertos.

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