¡El fin del mundo! ¿Siente usted temor con la sola mención del fin del mundo? Posiblemente sí. En realidad, todos tememos el momento en que se descubra nuestro pasado y se discierna si podemos tener futuro en Dios. Al acercarnos al fin del año litúrgico la Iglesia hace una propuesta bíblica para ayudarnos a enfrentar ese acontecimiento a futuro: la apreciación definitiva de nuestras palabras y actitudes, de nuestras decisiones. Cada uno de nosotros debería evaluar su propia vida. No se trata de andar juzgando los demás ni de que los demás nos juzguen. En realidad, se trata de proponer una constatación, una confrontación, encarar mis propios actos con el mandamiento del amor.
La primera lectura, del profeta Daniel, es una página escrita totalmente en lenguaje apocalíptico. Allí descubrimos cuán poco conocemos este género literario y que deberíamos aprender a leer al menos los signos que usa, porque al leer las cosas abruptas o fuertes que propone y no entenderlas, podríamos perder el control y el gusto. “Será el tiempo de la gran tribulación”, dice el texto, se refiere al momento de las constataciones, del análisis sereno y pausado de la historia y de ver la manera como hayamos evolucionado, si lo hicimos. Así, un creyente debe saber que ese miedo ataca a los perversos, pues de inmediato agrega: “En aquel tiempo será liberado tu pueblo”, es decir que, si somos su pueblo, veremos nuestra libertad, no nuestra destrucción. De hecho, en la siguiente frase constatamos esto, pues dice: “Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán”, para agregar en las siguientes líneas: “Los hombres prudentes resplandecerán como el resplandor del firmamento”.
El Evangelio, por su parte, plantea la segunda venida del Hijo del Hombre. Tras ciertos acontecimientos cósmicos de difícil interpretación, la apocalíptica del Nuevo testamento nos hace entrar en esa dinámica sobre los días últimos, del final. Eso no es un invento ni algo arbitrario. Eso es simplemente cotidiano, pues todos los días percibimos que algo que estaba vivo ahora murió, que lo que se movía, yace en total inercia. Debemos aprender a leer los signos de los tiempos, y prepararnos al encuentro con Dios. Él no quiere que muramos, que desaparezcamos. Por el contrario, quiere que tengamos vida eterna y acceso a la paz que sólo Él puede dar, esa paz que Jesucristo nos logró con su muerte y en su resurrección. Sólo que debemos tener claro algo que posiblemente haga incómoda la tarea. Me refiero a que no sabemos ni el día ni la hora de esa llegada de Jesús, de este juicio final, porque esa fecha no la conoce nadie, “ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre”.
La segunda lectura, por su parte, propone la promesa de Dios hecha a los creyentes en Cristo, a los seguidores del Redentor: dice que un día nos sentaremos con Dios en el cielo. Tan solo imitaremos a Jesús, quien: “después de haber ofrecido por los pecados un único Sacrificio, se sentó para siempre la derecha de Dios, donde espera que sus enemigos sean puestos debajo de sus pies”. Y se nos propone otra frase importantísima, que: “…mediante una sola oblación, Él ha perfeccionado para siempre a los que santifica”. El discurso termina con una sentencia extraordinaria: “Y si los pecados están perdonados, ya no hay necesidad de ofrecer por ellos ninguna otra oblación”. ¿A qué preocuparse tanto por los pecados de nuestra historia cuando Cristo murió por todos para darnos vida eterna?