Comentario al Evangelio del domingo 16 de marzo de 2025, II de Cuaresma.

La Cuaresma avanza y el segundo domingo siempre nos trae la experiencia en la montaña que vivieron aquellos tres apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, que subieron a orar con Jesús. Allí el señor Jesús, por una fracción de segundo, les mostró lo que había dentro suyo, es decir, mostró su divinidad. El II domingo de Cuaresma siempre es domingo de transfiguración. 

Una vez más en este domingo del ciclo C se nos presenta la verdad vestida con un ropaje muy particular. Para empezar con un buen ejemplo, la primera lectura pone de manifiesto algo muy importante para nosotros, el establecimiento de la primera alianza de Dios con su amigo Abraham. Aquella alianza por supuesto se está moviendo en el margen de lo básico, de lo fundamental. Esa alianza sólo garantiza a Abraham una larga descendencia. En realidad, esa era la forma cómo los hebreos entendían eso de vida eterna, es decir, que para seguir vivos y presentes en la historia debían tener hijos, nietos y una larga descendencia. Conmueve ver como Dios y Abraham sellan esa alianza echando mano a un ritual antiquísimo, absolutamente pagano y sin ningún sentido para nosotros. Tengamos en cuenta que el acontecimiento tuvo lugar hace unos 3500 años, apenas terminada la Edad de Piedra e iniciada la Edad de Bronce. Dios se manifiesta a través de aquel ritual pagano para dar a su amigo lo que le había prometido en una atmósfera que no le fuera extraña.

La segunda lectura, por su parte, nos enseña a distinguir entre las cosas banales, superficiales, sin ninguna trascendencia y lo que es realmente importante, porque “hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo”. El creyente, el descendiente de Abraham, el seguidor de Jesús, debe saber esperar conscientemente la llegada de ese Salvador, del señor Jesucristo, que transformará todo lo que en nosotros es elemental, burdo, frívolo, para hacernos semejantes a él, integrándonos en su propio cuerpo glorioso. Lo hará pues tiene el poder para hacerlo. La gran recomendación de San Pablo es que sepamos perseverar en Cristo hasta el último día.

A partir de ese preámbulo se propone lo de la transfiguración y nos resulta más comprensible, porque Jesús, que en apariencia es como uno de nosotros, tan mortal y simple, por un instante permitió que sus discípulos lo contemplaran en su plenitud y con ello se llenaran de fuerzas para afrontar la cruz. Aquella experiencia meteórica, vertiginosa, habrá sido interpretada por los apóstoles después de la resurrección, en el tiempo post pascual, y la entendieron como la manifestación de Dios para mostrar a Jesucristo en su plenitud, sustentándolo con dos personajes trascendentales del Antiguo Testamento: Moisés y Elías, es decir, el legislador y el gran profeta. Ambos personajes parecen conversar con Jesús como iguales. De hecho, Pedro cae en el error. Y Dios mismo lo corrige, indicándole que ese que está allí es su Hijo, el elegido, al que ellos deben escuchar. Lo más importante de este texto es un mensaje clarísimo de Dios, pero oculto. Se nos pide dejarnos transfigurar por Cristo, dejarnos transformar en este tiempo de la Cuaresma, para prepararnos así al encuentro final con el amor eterno de Dios en su segunda venida.

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