Comentario al Evangelio del domingo 16 de febrero de 2025, VI del Tiempo Ordinario.

El rápido avance de las semanas nos pone ya en el VI domingo del Tiempo Ordinario para que meditemos en la fe, es decir, en la confianza en Dios. Si creyéramos en Dios, si aprendiéramos a confiar en Él, la propuesta de las bienaventuranzas no nos afectaría ni nos haría sentir vulnerables. Hoy se nos plantean las bienaventuranzas escritas por San Lucas y que son mucho más drásticas, radicales y que exigen más esfuerzo nuestro que aquello propuesto por Mateo.

El planteamiento litúrgico empieza con Jeremías que sentencia al ser humano a verificar dónde ha puesto su confianza. “Maldito el hombre confía en el hombre”, dice en su inicio la primera lectura. No se trata de un planteo pesimista sino más bien de un anuncio importante, una llamada de atención. Nosotros debemos confiar en Dios, pero si confiaremos en Dios, bien podríamos, con cierta prudencia, aprender confiar en el ser humano, porque la confianza en Dios nos fortalece. Si aprendemos a confiar en Dios entonces seríamos seres humanos maduros y adultos y confiaremos en Dios seríamos como el árbol plantado junto al agua, que no teme la sequía y da fruto a su tiempo. Eso lo sostiene Jeremías y lo reitera el salmo responsorial, porque nuestra confianza puesta debidamente en Dios transformará nuestra persona y podremos tener un entusiasmo creciente para llevar adelante nuestros proyectos de salvación. 

Un ser humano, teniendo a Dios como cimiento, vivirá de la certeza en Dios, y Dios le dará estatura y consolidará su desarrollo. Porque Dios es la fuente de la felicidad. Seremos felices si nos vaciamos de cualquier aspiración materialista y, perdón si los repito, si aprendo poner la confianza en Dios. De alguna manera seré feliz si soy pobre, si paso hambre o si lloro, porque estoy seguro de que Dios responderá por mí al final. Felices seremos también si nos persiguen por el nombre de Cristo. El error fundamental del hombre moderno está en dedicar un esfuerzo tan excesivo a intentar satisfacer las infinitas necesidades materiales que sufre, hasta llegar a divinizarlas, extraviando el camino. Por eso el evangelista se lamenta por los ricos, por los satisfechos, por los que ríen y por quienes reciben elogios y cumplidos de parte de los hombres, porque están cubiertos de hipocresía. Es Dios quien sale en la ayuda del ser humano, es Dios quien lo saca del atolladero, es Dios, y sólo Dios, quien nos permite superar nuestras dificultades.

Para que entendamos mejor esto la liturgia no lleva a un punto mucho más dedicado y exigente. San Pablo propone a Jesucristo resucitado. Si esta verdad fue difícil de asimilar por la gente en tiempos de los apóstoles, hoy es mucho más difícil. Pablo, que no tiene otro argumento que su propia experiencia y la de los apóstoles, testigos de la resurrección, no busca demostrar el hecho. Al contrario, precisamente parte de que todos creemos en esto, precisamente porque no hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida. Lo nuestro funciona precisamente a partir de la resurrección. De alguna manera, todo el ejercicio de la fe parte del hecho fundamental de que confiamos en Dios y creemos en lo que ha dicho y hecho. Por eso vivimos en la certeza de que Dios nos resucitará también a nosotros como resucitó su propio Hijo.

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