Podríamos decir que a la Iglesia el Niño pequeño no le sirve de mucho. El niño Jesús, como todo niño humano, es frágil, vulnerable, inmaduro y hasta se equivoca. Ya vimos cómo tomó la decisión equivocada de quedarse Jerusalén cuando sus padres creían iba en la caravana. Por eso la Iglesia prefiere saltarse la especulación que pueda surgir acerca del crecimiento humano de Jesús que, por cierto, tampoco está en los evangelios, para llevarnos directamente en momentos crucial en el que Jesús abandona su vida privada y asume su vida pública. Me refiero al momento de su bautismo. Con este domingo, además, estaremos cerrando la Navidad y abriendo el Tiempo Ordinario.
Nos dice el Evangelio de Lucas que Juan el Bautista, que había rechazado la posibilidad de ser sacerdote del Templo, se había ido al desierto a predicar, a quienes quisieran escucharle, y muchos lo siguieron, un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Jesús, sacudido por su propia vocación, se encontró con Juan el Jordán. No tenía pecado, pero por cuanto representaba a los pecadores tuvo a bien someterse el proceso bautismal de aquel profeta luminoso, llamando así la humanidad a la conversión para el perdón de los pecados. Juan había dicho del mesías que no era digno ni siquiera de desatarle las sandalias y que el que vendría a bautizar con Espíritu Santo y fuego. Una vez bautizado, se produjeron en Jesús varios acontecimientos importantes, los que no tenemos claro si fueron una experiencia solamente de Jesús o si alguien se enteró. En primer lugar, vio los cielos abiertos, es decir, supo que al cumplir su tarea lograría lo que por siglos la humanidad deseaba, me refiero a tener una relación directa con Dios. Lo segundo fue que el Espíritu Santo, venido en semejanza de paloma, porque las palomas no abandonan nunca el lugar de su nacimiento, es decir, vivirán todas sus vidas en el sitio donde nacieron, sería el indicativo real, el puntero del Padre, para que Jesús fuera conocido como mesías y poseedor del Espíritu. Lo tercero, mucho más impactante, que el Padre de los cielos declararía sobre Jesús: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”.
La segunda lectura, Hechos de los Apóstoles, nos hablan del momento en que Pedro fue aleccionado por Dios, que provoca el descenso del Espíritu sobre unos hombres que ni siquiera estaba bautizados. Dios los confirma en la fe aunque no hubieran sido insertados en ella. Con la conciencia muy clara, Pedro señala con una frase lapidaria: “Ahora comprendo (lo cual significa “asimilo en lo más profundo de mi corazón”) esta verdad, que Dios no hace acepción de personas. De inmediato, empieza el proceso de evangelización de aquellos hombres que lo habían convocado, precisamente porque sentían una atracción profunda por Jesucristo. Simón Pedro sabe que aquellos hombres conocían a Jesucristo por lo menos de oídas, pero nos recuerda como Jesús, modelo de la humanidad futura, precisamente porque había sido ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, se había transformado en el modelo nuestro, porque nosotros, como Jesús, debíamos pasar por la vida haciendo el bien y curando todos los oprimidos por el enemigo. Simón termina su discurso diciendo una frase que es vigente para cualquier cristiano, para cualquier persona bautizada: “Dios estaba con él”. Evidentemente Simón hablaba de Jesucristo, pero nosotros sabemos si cada persona bautizada, ungida por el Espíritu tiene inhabitación de Dios en su corazón, esa persona es Cristo, es el templo del Espíritu Santo y, por lo tanto, debe vivir su vida como Cristo haciendo el bien y consolando los que sufren.