Comentario al día de la Candelaria, domingo 2 de febrero de 2025.

Asumimos este domingo con una alegría muy especial. Hace 40 días fue la solemnidad de la Navidad. Digamos que hoy cumple su cuarentena de la virgen María. Por eso ella debe presentarse en el templo, para someterse a su purificación. Esas costumbres tan lejanas, tan ajenas a nosotros, se colaron en su lenguaje e incluso afectaron la vida de la comunidad. Todavía hoy algunos hablan de la cuarentena como de un proceso de recuperación de la mujer después de dar a luz.

 

Presentar a los niños al templo era una acción obligatoria para los hebreos, no así para los cristianos a quienes no nos obligan las leyes rituales judías. La única presentación de los niños para los cristianos católicos se llama bautismo. Eso es lo importante, lo valioso, lo determinante. Si alguien quiere presentar a criatura en el templo que lo haga, pero sepa que eso no existe en los rituales cristianos. Quizá por ello la liturgia en realidad no da ninguna importancia a la ritualidad que realizaron con el Niño. Fíjese que el Evangelio sólo nos narra unas palabras muy hermosas dichas por un señor, que ni era sacerdote, ni oficial del templo, ni siquiera trabajaba allí. Dios le había dicho que no moriría sin haber visto al mesías. El Evangelio narra las palabras de este anciano, de por sí maravillosas, revelando cosas luminosas acerca de la diminuta figura de Jesús, que está en brazos de su madre. El niño es anunciado por Simeón como la luz de las naciones, como signo de contradicción y como oportunidad para alcanzar a Dios. Lo mismo afirmará Ana, una anciana que vivía en el templo sirviendo Dios con sus oraciones.

 

La primera lectura, Malaquías, anuncia que Dios entraría en su Templo. Vendría por fin el Señor que ha sido esperado y cuyo día sería intenso y muy difícil de soportar. El Señor se acudiría incluso los cimientos del edificio. Tendría a purificar y a fundir, a purificar a los hijos de Levi y depurarlos con el oro y la plata, para que por fin ofrezcan a Dios la verdadera ofrenda, conforme a la santidad.

 

Ahora bien, en Jesús se asumen costumbres hebreas porque él es hebreo, pero, además, como ser humano celebra el hecho de participar de nuestra propia condición. La carta a los Hebreos dice que él, con nuestra carne y sangre, viene a defendernos, a reducir a la impotencia a aquel que tenía el dominio de la muerte, al demonio. Dios entraba en la historia, en el tiempo. En la materialidad, experimentaría la rudeza de la muerte, la inmensa tragedia que esto significa. Al hacerlo, al tomar nuestra carne, al vivir nuestra vida, estaría poniéndose en manos de la muerte que podía destruirlo. Cuando eso sucediera, cuando cometiera ese, la muerte misma pagaría las consecuencias, pues estaría tragándose su propia muerte. Jesús tomó nuestra carne. La fiesta de la presentación del señor en el Templo nos habla de esa encarnación, de ese generosísimo gesto con el que Dios nos muestra su amor. Se entrega por nosotros arriesgando su propia muerte. Al ser presentado en el Templo los hebreos están celebrando la vida de un pequeño. En realidad, nosotros lo que vemos es el anuncio de una muerte futura que significaría la plena solidaridad con los humanos, sus congéneres. El no vino a socorrer a los ángeles sino a los descendientes de Abraham, a nosotros como sus hermanos. Así quitaría el pecado del mundo. Muy importante la frase con que concluye la carta los hebreos: “Por haber experimentado personalmente la prueba el sufrimiento, él puede ayudar a aquellos que están sometidos a la prueba”.

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