Comentario al Evangelio del domingo 5 de octubre de 2025, XXVII del Tiempo Ordinario.

Es cosa buena preguntarse cuál es el camino que Dios propone al ser humano para alcanzar la plenitud, para configurarse con Su amor y sobre todo lograr solidez en la propia realidad. Las lecturas de este domingo nos enseñan que lo más importante en cada ser humano es su fe, su confianza en Dios. Hoy aprendemos, en medio de las graves dificultades de la vida, que quienes se distinguirán al final y podrán alcanzarán la meta eterna son quienes tengan una fe desarrollada y luminosa. Hoy aprendemos que el ser humano tendrá vida futura solo si es justo, es decir, santo, si vive de acuerdo con la fe recibida, fe que debe traducirse en fidelidad continua a Dios, sumisión absoluta a Él. Es la fe la que nos dará la vida, eso asegura el profeta Habacuc, el regalo con nos permite superar las dificultades actuales. Pero debemos saber que creer en Dios va mucho más allá de solo “aceptar” que existe, pues supone un confiar totalmente en Él y vivir la existencia humana asumiendo Su voluntad. Si por la fe percibimos la majestad divina y el llamado a la obediencia, diré que la fe nos permite saber que Dios es Dios. ¿Y esta “verdad de Perogrullo”?, esta expresión retórica y obvia ¿no resulta necedad decirla? Recordemos que, a pesar de ser los humanos las creaturas estrella de Dios, hoy tenemos muy poco en común con Él. Nosotros, consumidos por el pecado, casi nada tenemos a nuestro favor y Dios bien podría dejar de ayudarnos como lo hace, de estar pendiente de nuestro estado. Ante la majestuosa actitud de Dios, y sobre todo por el envío de su Hijo muy amado, debemos recordar siempre que nosotros no somos sino sus simples siervos y que si alguna cosa hacemos de bueno no es por nuestro mérito sino de Su gracia, que el Espíritu Santo nos propuso ese bien como meta valiosa y nuestro albedrío decidió asumirla. Pedir a Cristo que nos aumente la fe no tiene sentido. Ya tenemos la fe y pareciera que eso de “aumentarla” viene a ser más bien nuestra tarea. Por ello, si nuestra fe no crece debe ser porque no hemos querido fortalecerla. Que nuestra fe no crezca es error achacable solo a nosotros. Debemos percibirnos, por ello, siervos de Dios, creados por su sola voluntad. Así, lo más importante en el universo será conocer su voluntad y ponerla en práctica, no para intentar ser justos o santos sino para que Dios nos reconozca.

La segunda lectura tiene posiblemente las claves más objetivas para nuestra práctica y una propuesta de método para aumentar la fe. En primer lugar, reavivar, revitalizar ese regalo que Dios nos ha dado, el don de la fe, y hacerlo con espíritu de fortaleza, amor y sobriedad. En segundo lugar, asumir con toda valentía la capacidad que Dios nos ha dado de, siendo Iglesia, dar testimonio del amor que Dios nos manifiesta en Jesucristo. Así seremos estimulados a compartir los sufrimientos a que nos llama el evangelio. En tercer lugar que, ejerciendo hoy la fe y el amor a Cristo Jesús, conservemos lo que hemos recibido, lo que nos viene del Espíritu Santo, así la santidad florecerá “naturalmente” en nosotros con intensidad propia de creatura, pero creatura hecha a imagen y semejanza de Dios, pecadores, pero redimidos por la sangre de Cristo, según lo planteó el eterno designio. Por eso, todo se reduce a escuchar en nuestro corazón la voz del Señor poniendo en práctica su palabra. Así podremos asumir conscientemente Su voluntad, junto con las pistas indispensables que necesitan los creyentes para encontrar la senda a la que Dios nos llama. Debemos trabajar cada día por la obra de Dios a sabiendas de que hacer el bien, por acción del Espíritu, es nuestra primera obligación. En eso consiste el cumplir voluntad de Dios.

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