Comentario al Evangelio del domingo 12 de octubre de 2025, XXVIII del Tiempo Ordinario.

La llamada a la gratitud motiva nuestra liturgia dominical. Gratitud, palabra tan sencilla y clarificadora, es la reacción adecuada que nos invade cuando recibimos algo que no tenemos ni merecemos, pero necesitamos. Cuando eso se nos da en total gratuidad, nuestro corazón se desborda y expresamos nuestra complacencia, sea con nuestra palabra, una mirada o una actitud. Jesús sana la impureza en diez leprosos. Tengamos presente que la lepra para los hebreos, y para los antiguos, no era una simple enfermedad. Era vista como impureza, un mal que destruía todo, amenazando la serenidad del hogar y el pueblo, al correrse el riesgo de perderlo todo, incluso la vida. Una persona diagnosticada de lepra debía salir de su casa y de su familia e ir a vivir con otros enfermos, para evitar contagiar a los otros con aquella tragedia que no tenía cura. Era tal el horror que cualquier irritación de la piel, eccema o psoriasis, alergias con erupciones en la piel y hasta la caspa con sus escamas en el cuero cabelludo, por la duda, hacía reaccionar a todos y excluir incluso personas sanas todo por precaución. Los leprosos de nuestro relato posiblemente vivían juntos en una comuna, entre Cafarnaum y Samaria. Es evidente que alguien les habló de un hombre que curaba, uno de esos transmisores de buenas noticias a los que criticamos tanto, y que son quienes logran que los necesitados de ayuda de Dios logren acercársele. Al encontrarse con Jesús le piden ayuda y este, sin mayores aspavientos ni acciones especiales los manda presentarse a las autoridades religiosas, responsables de controlar la salud pública, para que regulen su nueva condición de gente sana. Yendo de camino perciben su salud y nueve continúan su marcha para lograr la meta y reincorporarse a la normalidad. Uno solo, un samaritano, poco interesado en moral y religión, se vuelve sobre sus pasos para dar gracias a Dios por el beneficio recibido. Jesús se sorprende que uno solo haya regresado y reprocha a quienes, recibiendo bendiciones de Dios, las creen una obligación suya y, peor todavía, tampoco las agradecen. Es como si los nueve que siguieron camino, con egoísmo,  buscando su bien: querer recuperar su vida lejos del dolor. Es cierto que Dios quiere eso, sacarnos del dolor que nos oprime y darnos la vida de serenidad con que Él nos bendice, pero debemos saber agradecerle esa bendición recibida pues  nuestro Padre quiere darnos mayores bienes, verdaderas bendiciones, si somos fieles en lo poco.

Saber ser agradecidos con Dios es esencial. Como lo hizo Naamán, el general sirio que, habiendo sido curado de la lepra por el profeta Elíseo, porque este no quiere recibir una recompensa, decide al menos reconocer públicamente al Dios de Eliseo, el que ha actuado a través del profeta, y dice que en adelante le dará culto solo a ese Dios que lo ha curado, ofreciéndole sacrificios sobre tierra hebrea que llevará hasta su casa. También nosotros, los creyentes en Cristo, aprendamos a agradecer al Señor Dios nuestra curación, pues hemos sido salvados del pecado y de la muerte. Divulguemos estas gracias ante todos, hagamos público ese acontecimiento realizado por Dios a través de su Hijo Jesucristo y que todos sepan que, si morimos con Cristo, viviremos con Cristo. Seamos constantes en la fe si queremos reinar con Él. Alejémonos totalmente de la posibilidad de renegar de Cristo, porque si renegáramos de él, Él también renegará de nosotros. No nos preocupemos tanto por nuestra posible infidelidad producto del pecado pues Él, en su infinita bondad, ya que dio su vida por nosotros, sabe que somos débiles. El sigue fiel, esperando nuestra conversión definitiva. Sigue fiel ya que no puede negarse a sí mismo.

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