Comentario al Evangelio del domingo 10 de noviembre de octubre de 2024

La palabra de Dios nos plantea hoy una realidad que, no sólo no mejora, sino que ha empeorado: la pobreza. La pobreza no es, como dicen algunos, culpa de los pobres, por ser vagabundos, sino, hija del mal manejo de los recursos y de la falta de conciencia social. Es, pues, una culpa que compartimos todos porque no se han manejado bien las cosas. En Costa Rica, por ejemplo, en los años 50 y 60 del siglo pasado, éramos todos muy pobres. Se compraba ropa una vez al año, siete personas compartían una lata de atún y los regalos de Navidad eran pensados y repensados para no desequilibrar el presupuesto familiar. Para entonces muchos niños iban a la escuela sin zapatos o con ropa remendada y heredada varias veces. Poco a poco la cosa fue mejorando y hubo cierta riqueza. Sólo que en cierto momento la maquinaria se puso voraz y la torció. Quiso más ganancias y corrompió la educación y aprendimos a desear lo superfluo y a ambicionar. Como dice el Papa Francisco, fuimos expertos en desperdiciar y despilfarrar, destrozando nuestro débil progreso. La trampa se abrió y nos tragó.

Una amiga muy querida, frente los acontecimientos vividos, el desastre en Valencia, las particulares elecciones norteamericanas, el aura de guerra y la imprecisión a futuro de nuestro país, comentó en su página cómo el auge y el progreso de los años 70 y 80 empezó a auto aniquilarse al finalizar el siglo XX. Dice que nuestro mundo: “hoy hace agua por todas partes: desastres naturales provocados por las sociedades privilegiadas con su industria, su avaricia y su consumo, poblaciones cada vez menos educadas y con menos posibilidades de ascenso, de salud y de esperanza. Y una clase política sin partidos ni ideología, dividida entre los que aún tenemos ideas, responsabilidad y compromiso (especie en vías de extinción) y una nueva raza de odio, de ira, de ignorancia y arrogancia, donde el matón es rey con su discurso vacío y grandilocuente” y se pregunta dónde encontrar nuevamente la esperanza.

Publiqué en días pasados unos pensamientos del P. Gustavo Gutiérrez, sacerdote brillante que elaboró las bases de la Teología de la Liberación, una reflexión trascendental sobre la realidad del continente. Él decía: “Ser cristiano es ser testigo de la resurrección de Jesús, y significa también superar la pobreza, que es muerte, algo inhumano, contrario a la voluntad de Dios. Si la pobreza es contraria a la voluntad de vida de Dios, luchar contra la pobreza es una forma de decirle sí al reino de Dios”. Gutiérrez nos hizo ver, por ejemplo, que la misma religión podría dar un testimonio incorrecto. Es llamativo que hoy haya ministros de la Iglesia pretendiendo recuperar el boato, la riqueza de sus ropajes, el esplendor del pasado, las posiciones de privilegio. Esto no es adecuado ni cristiano y, sobre todo, provoca discusión. El pensamiento de Gutiérrez, rechazado por muchos, sigue vigente. Nuestra preocupación por el pobre no debe ser accidental ni una pose. Debe más bien arraigarse en nuestra fe y alimentarse de nuestro amor.

Cristo, que entró en el único santuario legítimo y espera que nosotros sigamos sus pasos, transformando este mundo en que vivimos, asumiendo su talante, copiando su proceder, el que se nos plantea en el Evangelio. Debemos luchar por un mundo equitativo y justo, con un manejo más digno de los bienes materiales, con salud, educación, respeto, estímulo, libertad. Sólo así alcanzaremos ese trono al que Cristo nos da acceso por su muerte y su resurrección. La esperanza está pues en nosotros. Actuemos.

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