La semana pasada hablábamos sobre un milagro de Jesús en la sinagoga, cuando liberó a un hombre de un espíritu impuro. Al salir del sitio de oración fue llevado por Simón y Andrés a la casa donde se enteran de que la suegra de Pedro está enferma, con fiebre. Jesús conoce de la situación y se acerca a la enferma con un gesto muy expresivo, cual es, tomarla de la mano y levantarla de la cama. Con ello, la señora de inmediato se siente mejor, la fiebre la abandona y ella asume una actitud que es muy propia de las mujeres, porque al sentirse bien, simplemente se dedica a servir a los visitantes. Este gesto de Jesús, unido al anterior, habrá movilizado a toda la población que se acercó trayendo a Jesús a todos los enfermos, lisiados y endemoniados que había cerca. Al atardecer, el pueblo entero estaba delante de la puerta y Jesús sanó a muchísimos de ellos. De paso sabemos, porque eso lo confirma San Marcos, que Jesús impedía a los espíritus impuros delatarlo como Señor y como Dios, ya que eso, que se llama el secreto mesiánico, debía quedar oculto hasta que Jesús resucitara de entre los muertos. Esto.
Hay que saber que toda la notoriedad que Jesús concentra sobre su persona con esas curaciones le habrá producido una profunda inquietud. Diría que estamos frente una agitación vocacional en el mismo Hijo de Dios hecho carne, en Jesús, nuestro Redentor, porque él ahora no sabe si debe seguir haciendo acciones de curación en quienes se le acercan, sometidas por el dolor y la tristeza, la pobreza o la limitación física, o si debe ir más allá. Dice el texto sagrado que por la mañana, antes que amaneciera, Jesús salió de la casa y fue a un lugar desierto para orar. Nunca conoceremos el contenido de esta oración. Lo que sí es importante es que Jesús estaba tomando la decisión, revisándola con el Padre celestial, porque allí se estaba jugando su futuro. Quedarse como curandero era importante, porque así ayudaría a los hermanos a superar sus limitaciones, pero predicar la palabra de Dios podría producir un efecto más duradero. Atender a los enfermos podría ser una respuesta al texto de Job que escuchamos hoy como primera lectura. En el pasaje Job asegura que la vida del hombre sobre la tierra es como una servidumbre, como un trabajo asalariado, en el que todos estamos suspirando en la sombra por el descanso, o simplemente esperando el salario, porque todas nuestras jornadas están plagadas de noches de dolor. Nos vamos a acostar pensando en el amanecer y la inquietud nos acosa hasta la aurora. Parecería, pues, muy noble, dedicarse a aliviar al ser humano de sus angustias.
No obstante, la segunda lectura plantea una brillante propuesta de San Pablo que propone la maravilla de la evangelización. Asegura que anunciar el Evangelio no es algo que hace por gusto o placer, o por beneficio personal. Evangelizar es una necesidad imperiosa que se sufre, nos dice, como una fuerza tremenda que nos impone hacerlo constantemente, consagrándonos al servicio de todos, trabajando para todos, para ganar por lo menos a algunos. San Pablo ha aprendido esto sin duda desde las diversas apariciones de Cristo, porque esa es precisamente la decisión que Jesús toma en aquella madrugada. Cuando Simón y los demás vienen a buscarlo, porque ya hay gente que ya está esperándolo para que los cure. Jesús propone que es mejor irse a otra parte, y desde ese momento aclara el campo de su acción al reconocer que lo suyo era predicar, predicar también en otros pueblos la palabra de Dios y sella todo con una frase que nos debe impresionar mucho: “porque para eso he salido”.