Sexto domingo del Tiempo Ordinario

El texto del libro del Eclesiástico nos hace abismarnos en una realidad maravillosa: el beneficio que trae a la humanidad la observancia de los mandamientos y el cumplir fielmente con lo que el Señor Dios nos pide. De hecho, el autor del Eclesiástico nos dice que tenemos frente a nosotros la vida de la muerte y que a cada cual se le dará lo que escoja, de hecho, Dios a nadie ordenó ser impío ni a nadie autorizó a pecar.


Por su parte, San Pablo nos habla de esa sabiduría que él predica, que no es sabiduría del mundo sino un mensaje de salvación para personas espiritualmente maduras. El señala que anuncia la sabiduría de Dios, misteriosa y secreta. Quizá el problema está en que la gente espera de Dios cosas más estruendosas, cuando Dios requiere estrictamente que el ser humano recapacite sobre la esencia misma de su ser como persona humana y que actuemos de acuerdo con el modelo de Jesucristo.


Por su parte, Jesucristo, continuando su sermón de la montaña, establece por fin la famosa y tan esperada reforma de la ley. Él quiere que nosotros seamos conscientes de su llamado a ser mejores, más santos, más profundos, más intensos que los escribas y los fariseos, es decir, necesita que nosotros vayamos más allá de lo que la ley propone y para eso modifica la ley, para hacerla más pragmática, más sensible y compleja. Recuerde que Jesucristo es Dios y, como Dios que es, tiene plena autorización para reformar la ley de Moisés. Para hacerlo asume un método. Jesús nos va a decir: “Ustedes oyeron que se dijo esto… pero yo les digo esto otro”.


De esta manera, primero modifica la idea del crimen. Jesús señala con toda claridad que matar no sólo se refiere a quitarle la vida a una persona, también la afectamos mortalmente robándole su honor con nuestra lengua.


También purifica el hecho adulterio, porque no sólo se peca yendo al acto sexual con una mujer que no es mi esposa, con un hombre que no es mi esposo, sino con el solo hecho de tener pensamientos irrespetuosos, deseos desordenados con esa persona, con los cuales incluso es posible que le estemos faltando al respeto. Esto también es adulterio.


Jesús endereza ese pensamiento liberal y libertino de los esposos que, aburridos quizá de aquella mujer a la que eligieron como esposa buscan cambiarla, estableciendo lo que de ordinario conocemos como divorcio. Jesús quiere restituir el carácter permanente del matrimonio. El divorcio no tiene lugar.
Jesús corrige también todo lo que se dice sobre el juramento. Él prefiere que no juremos.
Quizá sea importante concluir con la idea con la que fluye el texto del Evangelio de hoy: “Cuando ustedes digan «sí», que sea sí, y cuando digan «no», que sea no.

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