II Domingo de Pascua

El gozo de la resurrección de Cristo es celebrado por la Iglesia por ocho días completos. Esta es la octava de la Pascua, que extiende el gozo y la alegría de la resurrección a los ocho días siguientes. Pero no se queda allí, porque la Iglesia intentará seguir celebrando la Pascua durante los 50 días que forman este tiempo glorioso. La Pascua es una semana de domingos, es decir, siete domingos al que se le agrega uno para que se ha más perfecto, una semana perfecta. Pero también se puede ver como siete semanas que producen 49 días al que se le agrega uno, que la perfecciona, el octavo Domingo, para que la alegría sea total. En este segundo domingo de Pascua celebramos la fe, el día en que constatamos la resurrección de Cristo, el día en que junto Tomás, que no le creyó la Iglesia el testimonio sobre la resurrección. El tendrá que aprender por un camino desagradable lo esencial aceptar que Jesucristo ha resucitado.

Excepto la segunda lectura, de la segunda carta de Pedro, que este año conduce la reflexión al movernos a pensar en el bautismo, en la liturgia de la palabra tendremos una continuidad de elementos. La carta de Pedro alaba a los creyentes por conservar en sus corazones la fe en Cristo resucitado. El texto reconoce los méritos de quienes, a pesar de tener que sufrir un poco, ese vestigio de sufrimiento les sirve para consolidar la fe. La carta reconoce el testimonio innegable de los creyentes que, a pesar de no haber visto nunca Cristo, creemos en él, confiamos en él, porque hemos nacido de nuevo, por el bautismo, para una esperanza viva, para una herencia incorruptible que nos está reservada en el cielo.

La primera lectura describe de forma a la vez alegórica y simbólica lo que debiera llegar a ser la Iglesia, un sitio de compartir, solidario, fraterno, donde nadie pasa necesidad porque ella emplea los recursos de todos para aliviar esas necesidades. Eso hace, o haría de la Iglesia, un ente absolutamente llamativo. El día que nos decidamos a vivir la experiencia de Jesucristo solidario, el mundo entero se voltearía a mirar, sorprendido por la inmensa riqueza de nuestra compasión.

El Evangelio es más complejo. Plantea dos elementos diferentes, uno colectivo, referido a toda la Iglesia que recibe del resucitado el Espíritu Santo y otro individual, el de Tomás, que a pesar de ser Iglesia se niega a creerle a la Iglesia al no querer aceptar la resurrección de Cristo si no media un gesto casi grotesco, tosco, meter los dedos en los huecos de los clavos y la mano en el costado abierto.

La primera parte, referida a la Iglesia, supone varios pasos: identificación del resucitado por sus llagas, el don de la paz, el gozo y la alegría de los testigos de la resurrección, el don del Espíritu, insuflado por Jesús, el don del perdón, que se da a la Iglesia para que lo administre, perdonando o reteniendo, que en todo caso no significa no perdonar. Lo que se relaciona con Tomás se centra en una expresión: “no seas incrédulo sino hombre de fe”, era respuesta de Tomás que postrado declara a Jesús como su señor y su Dios. El corolario final es “dichosos los que crean sin haber visto”, es decir, dichosos nosotros.

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