Domingo XXVI del Tiempo ordinario, ciclo A

¿Cuál debe ser el destino del ser humano que vive en tremenda ambigüedad? La parábola de los dos muchachos, hijos de un mismo padre de familia, nos ilustra acerca de esa incoherencia humana. Estos muchachos tienen la misma formación, el mismo origen, la misma crianza, quizá la misma educación, y a ambos se les hace la misma propuesta: ir a trabajar en la viña familiar, es decir, en el espacio que les es propio, de donde sale su riqueza. Las respuestas de ambos son desiguales. El primero responde, obsecuente, que, por supuesto, ir enseguida a trabajar a la viña, pero no va. La respuesta del segundo es desconcertante. Dice de inmediato que no irá, agraviando mucho a su padre. No obstante, pronto se arrepentirá de su actitud hostil y terminará yendo a trabajar con entusiasmo. La gran pregunta de Cristo a los sumos sacerdotes y los ancianos es “¿cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre?”, Acusando esa indisposición de los hebreos a su mensaje de salvación.

Es evidente que Cristo quiere que nos demos cuenta de esa ambigüedad humana, que se da no sólo ante Dios sino ante todo el mundo, porque lo hacemos a nuestros padres, cónyuges, hijos, amigos. La ambigüedad es nuestra más fuerte característica. Pero Jesucristo quiere que descubramos que, al final, lo importante es la decisión que tomemos, la manera como asumamos la responsabilidad recibida, si hacemos las cosas o no. Como que no importara lo que digo sino más bien lo que hago.

Eso está en abierta relación con la primera lectura. En ella el profeta Ezequiel señala que, en nuestra relación con Dios nosotros no acumulamos puntos, que no se alcanza la salvación por cierta cantidad de anotaciones o goles, que se van a conservar en nuestros anales para siempre, como si nuestra historia fuera la que vaya a pesar. En realidad, no. Según Ezequiel, lo importante no es mi historia sino lo que yo esté haciendo en el momento de mi muerte, en mi momento final. Es claro que, si he sido bueno, lo lógico es que siga siendo bueno hasta mi muerte. No obstante, si mi bondad no era más que una pose, una actitud vacía, en la de menos me descuido y no recibiré el premio. Pero, si yo he sido malo, podría ser que logre enderezarme. Entonces, mi maldad anterior será olvidada. Esto es trascendental.

Para iluminar este misterioso panorama, para que entendamos que toda acción de bondad, todo gesto de amor, toda entrega y todo sacrificio son válidos delante de Dios, la carta a los cristianos de Filipos nos ilustra con algo maravilloso: dice el texto que el hijo de Dios, al hacerse carne, renunció a su condición divina para, asumiendo la condición humana, someterse hasta la muerte, pero a una muerte de cruz. Eso lo haría para lograr rescatarnos de allí, de lo más profundo, donde estábamos metidos por nuestro pecado. No lo hizo pensando en él, para que lo vieran, o para su propia gloria, sino pensando en nosotros. Sabe que, por amor al Padre y a nosotros, debía rescatarnos. Por ello Dios realiza una recuperación total de su Hijo y, por su entrega, lo glorifica, levantándolo por sobre todo, poniéndolo por encima de todo ser humano, de modo que al nombre de Jesús, ese nombre sublime, en virtud de su muerte y su resurrección, toda su rodilla se doble en el cielo, en la tierra en el mismo infierno. Por la acción de Jesús, ese hombre Dios al que nosotros adoramos, no sólo obtuvimos la salvación, sino que nuestra misma naturaleza humana fue definitivamente glorificada y, que maravilla, sen-tada a la diestra de Dios.

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