Precedido por un torrente de lisonjas, adulaciones y palabras vanas los fariseos enfrentan a Jesús a una pregunta confusa, ambigua, hasta peligrosa. Cualquiera podría dudar y hasta tropezar, sólo que Jesús no. Ellos le llaman sincero y fiel al camino de Dios, indiferente — eso realmente suena mal — de la condición de las personas, según ellos, porque no se fija en la categoría de nadie. Tras la andanada de tonterías le hacen la famosa pregunta: “¿Está permitido pagar impuesto al César o no?”.
¿Qué pasaba en Israel? Desde la época de Pompeyo, los romanos mantenían relaciones intensas con los judíos. En tiempos de Augusto reinaba en Jerusalén Herodes el Grande y las relaciones fueron más y más intensas. Para Herodes se vivía mejor siendo un reino cliente de Roma que uno contra Roma. A su muerte, poco después del nacimiento de Jesús, el mismo Herodes dividió el reino en cuatro partes o tetrarquías, entre sus cuatro hijos. Y la nación se metió en muchas luchas, sobre todo por el surgir de un grupo de fanáticos llamados “zelotes”, enemigos de Roma. Augusto intervino de inmediato y transformó sus buenas relaciones en una intervención, e Israel perdió sus prerrogativas. Además, por cuanto generaban gastos, debieron empezar a pagar impuestos al Imperio. De ahí la importancia de la pregunta. Todos querían saber si Jesús estaba de acuerdo con que se pagaran esos impuestos al César o no.
Jesús responde, pero de un modo sutil y perspicaz. Pide le muestren una moneda y pregunta de quién es la imagen que allí aparece. Le contestan que del César. Jesús supone lo cierto, que la moneda es del César y, si es así, pide que se la devuelvan. Al reconocer una autoridad del César reconoce cierta autoridad suya en el gobierno y por ende la obligatoriedad del pago de impuestos, pero separa la administración terrena de las cosas que competen a Dios. Es decir, si alguien hace algo para nosotros debemos pagarle, así, si el Estado hace obras y nos defiende, debemos reconocer su esfuerzo y pagar impuestos, pero a Dios hay que darle lo suyo. Debemos, pues, pagar impuestos, pero Dios sigue siendo el dueño de todo, porque: “¿hay alguna cosa en el mundo que no le pertenezca?”.
La primera lectura reafirma la validez de la autoridad humana cuando beneficia al pueblo, porque Dios, principio y dueño de todo, es origen de toda autoridad, aunque ese gobernante no logre reconocerlo. Dios sigue por encima de todo y dueño de toda autoridad. Todo gobierno administra, no maneja lo propio sino lo de Dios y es apoyado por todos. En nuestro tiempo, la democracia, un gobierno elegido por la mayoría debe ser respetado por todos, pero también debe dar cuentas pues maneja lo ajeno. Este tema, de gran actualidad, debe inquietar a los creyentes en su responsabilidad política, no solo la electoral.
En el texto a los de Tesalónica, la segunda lectura, San Pablo lleva al tope el tema al decir que todos los fieles de la Iglesia fuimos elegidos por Dios para el reino y que por ello la buena noticia nos fue anunciada con la sostenibilidad que nos da la acción del Espíritu Santo con toda clase de dones. De esa acción del Espíritu vienen las obras buenas de los creyentes, las fatigas y las esperanzas vividas en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo.