Un saludo afectuoso a la comunidad al avanzar en ese tiempo llamado ordinario, tratando de asumir, serenos las dificultades, las tristezas, las congojas, pero también los gozos y las satisfacciones de la vida.
Quizá lo más complejo de la liturgia de este domingo sea aceptar que nosotros no sabemos amar y que la única manera de aprender a hacerlo es, a partir del amor con que Dios nos ama, aprender a amar en la misma medida. Amar como Dios nos ama podría ser, pues, el gran proyecto de la vida de un ser humano, precisamente a partir de que sabemos que la capacidad de amar nos viene de haber sido creados por Dios a su imagen y semejanza.
Así, pues, Cristo hoy nos pide amarlo a él más que a nuestro padre o madre, al hijo o a la hija, precisamente porque si amamos a nuestros seres queridos con amor humano, ese amor, que sólo se parece al de Dios, podría frustrarse, cortarse, arruinarse, truncarse, herirse, desaparecer. Mientras que, si amamos como Dios nos ama, con amor eterno e infinito, entonces nuestro amor alcanzará plenitud verdadera, tocará la altura misma de Dios, y nos hará más dignos de la salvación, porque nuestra imagen y semejanza estará alcanzando la plenitud a la que ha sido llamada desde siempre.
Es claro que ese amor supone sacrificio, entrega y determinación de nuestra parte. Al aprender a asumir el dolor, la tristeza y la frustración, y hacerlo de modo inteligente constructivo, estaremos comprendiendo lo necesario que es sacar provecho de las cosas que podrían matarnos, restaurando nuestra vida desde aquellas heridas que podrían aniquilarnos. Por eso, debemos saber acoger a quien nos anuncia la salvación con dulzura y serenidad. Con ellos seremos recompensados en el cielo, como en la primera lectura, cuando aquella mujer acoge el profeta y le hace la vida más sencilla por lo que es recompensada por Dios con lo que más anhelaba, un hijo. Así nosotros recibiremos vida eterna a partir del momento en que acojamos a quienes nos anuncien la salvación.
La segunda lectura es clave para nuestra reflexión de hoy. Expone nuestra verdadera condición, porque al habernos sumergido en la muerte de Cristo por el bautismo, fuimos sepultados con él en su muerte, por lo que tenemos certeza de que resucitaremos con él. Unirnos a Cristo significa morir con Cristo. Unirnos a Cristo significa creer que también viviremos con Cristo, porque tenemos la certeza de que Cristo ya no muere más, murió, pero resucitó y ahora vive en el Padre Dios. Si Cristo, a pesar de no tener pecado, murió al pecado de una vez por todas, y si Cristo vive y vive para Dios, nosotros podemos considerarnos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
Esa certeza, de ya haber muerto y de ya haber empezado a resucitar con Cristo, tiene que convertirse en nosotros en una experiencia luminosa y útil para consolidar nuestra nueva vida, esa vida a la que Cristo nos llama.