Domingo XIII del Tiempo Ordinario

La muerte es sin duda el más poderoso enemigo del ser humano. Sus consecuencias causan estragos en la vida de quienes aman al que muere. Con la muerte nada vuelve a ser como antes. La muerte trunca, golpea, arrebata, destroza y desestabiliza la vida humana de una manera irrevocable e irreversible, como ninguna otra cosa. Por eso resulta tan importante lo que declara el libro de la Sabiduría en la primera lectura de hoy, cuando dice con solemnidad: “Dios no ha hecho la muerte ni se complace en la perdición de los vivientes”. Esa declaración nos permite modificar al menos un poco el impacto de la visita destructora de la muerte, al recordarnos que si Dios nos ama y que Él no quiere nuestra muerte ni nuestro aniquilamiento, sino que quiere reinstaurarnos en la vida y llevarnos con Él.

En el Evangelio de hoy vemos dos acontecimientos paralelos importantes. En primer lugar, tenemos que destacar los puntos focales del texto: dos seres humanos de cualidades inferiores. Lo digo así, tan feo, porque así verían los antiguos a las mujeres, a quienes siempre se consideró inferiores, sin reconocerles los derechos que les otorga la dignidad humana al ser creadas a imagen y semejanza de Dios. Las veían como objetos de placer, siervas e incluso esclavas. Estas mujeres son una niña de 12 años que está muriendo y una mujer que desde hace 12 años sufre una impureza a causa de una permanente hemorragia. Con esas sintomatologías podemos concluir sin duda que ambas mujeres están prácticamente muertas.

El número 12 trae cierta luminosidad. El número 12 en la Biblia tiene significado simbólico y representa integridad, perfección y autoridad. Es claro que ninguna de ellas pareciera le correspondan esas características. Así, si a alguien le corresponden esos signos es el propio Jesús que aparece ante estas mujeres precisamente porque ambas cumplen en este número de años, una de vida y la otra de enfermedad. Así, pues, la perfección, la integridad y la autoridad les llegará desde la persona de Jesús.

La mujer, con 12 años de estar enferma, toca el manto de Jesús esperando recibir salud. Una mujer con flujos de sangre era como un leproso, estaba muerta en vida, en perpetua impureza y haría impuro lo que tocara. A pesar de esto, a sabiendas de que haría impuro a Jesús, ella lo toca. El Señor percibe que de él salió fuerza e intenta descubrir quién lo tocó. La mujer arriesgándose a ser censurada por su gesto se delata, pero, oh sorpresa, recibe de Jesús perdón, salud y bendición. La niña de 12 años ya murió y así se lo comunican a Jairo, para que no moleste más a Jesús. Pero, el Señor no hace caso a lo que dicen y sigue su camino. En la casa se acerca al lecho de la niña muerta, la toma de la mano y la levanta, devolviéndole la vida. Dios no creó la muerte ni quiere que muramos.

Esa actitud de Jesús, luminosa, generosa, capaz de arrebatarnos de la muerte, muestra su generosidad infinita. El llegará hasta a entregar su propia vida para salvarnos. Dice San Pablo que “siendo rico, se hizo pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza”. Nosotros debemos aprender a ser como Jesús, a ser capaces de entregar aquello que tenemos para que los demás puedan vivir humanamente, porque lo que quiere Dios es que nosotros vivamos como hermanos, sin que nos falte ni nos sobre nada.

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