Domingo XII del Tiempo Ordinario

Avanzamos en este tiempo ordinario, o tiempo durante el año, ya en el Domingo decimosegundo. Si el domingo pasado la idea motor era tener certeza de que Dios nos ama, hoy podríamos decir que esa idea central sería más bien “Dios nos cuida”, que se preocupa por nosotros. Fijémonos como ya en la primera lectura el profeta Jeremías nos narra las peripecias y angustias que vivió frente al pueblo que era adverso a Dios, contrario a sus mandatos y leyes, que desconfiaban de sus disposiciones y órdenes. A Jeremías lo odiaban por ser emisario de ese Dios y advertirles cada día por sus errores. Como estamos todavía en el Antiguo Testamento es normal que aparezca por allí la idea de la venganza. No obstante, era una venganza que nunca podría ser asumida por el ser humano, porque le queda a Dios como tarea.

No obstante Jesús, desde su experiencia de persona perseguida, que terminaría sus días crucificado, nos sugiere un principio fundamental: no tener miedo de los hombres. Es evidente que el ser humano está inclinado a la venganza, al odio, al rechazo, por el único motivo de no estar de acuerdo con nosotros, por oponerse a nuestros argumentos. Jesús insiste en que no temamos a los hombres, que no tengamos miedo al que, si bien podría asesinarnos, no puede matar nuestra alma, porque, por supuesto, Dios cuida de nuestra vida. Debemos temer al que puede matar el cuerpo y también el alma. Con esto Jesús proclama un criterio tremendo: para todos humano es posible dejarse influir por fuerzas negativas, que estimulen nuestros vicios y nuestras debilidades más profundas, que nos hagan tropezar Josh causen la muerte del cuerpo como la del alma. Eso hay que cuidarlo por sobre todas las cosas.

Por su parte, el Evangelio quiere, por todos los medios, dejarnos claro algo muy importante: que no hay nada oculto que no deba ser conocido, nada secreto que no deba ser revelado. Entendamos que no se trata de nuestros propios secretos personales que, en realidad, a quien le podrían importar. Lo que tiene que ser conocido, lo que tiene que ser revelado es el misterio de la salvación de la humanidad, es decir, la obra de Cristo. Eso, que a los ojos del mundo parece un misterio, tiene que terminar siendo conocido y asimilado por la humanidad completa y que el mundo pueda terminar su ciclo, porque, y aquí surge como una estrella el centro y núcleo del Evangelio de hoy, Dios se preocupa de nosotros más que de cualquier otra criatura en la tierra. Dicho en palabras de Jesús, nosotros valemos más que los pájaros del cielo y porque incluso cuando un cabello nuestro cae al piso, esto sucede por voluntad de Dios.

Tenemos que volver a caer en la cuenta, como hicimos la semana pasada, de que la peor tragedia del ser humano es el pecado, que arruina nuestra vida peor que cualquier otra cosa. Es cierto que somos pecadores, pero tenemos la tendencia a quedarnos saboreando nuestra culpa, nuestro pecado. Esto no sólo es mal principio, sino que además es enfermizo y produce muerte. Dios nos ama tanto que, ante un pecado considerable de nuestra propia vida, un acto suicida y destructivo de nuestra realidad, Dios encontró la solución dándonos lo más maravilloso que tenía, su propio Hijo. Pero no hay proporción entre el don y la falta, y eso en dos sentidos, porque parece inaceptable que ante un pecado infinito se aporte una sola prenda de salvación. Pero sobre todo porque el pecado del mundo no es tan relevante ni valioso como para necesitar ser redimido con la sangre del hijo de Dios hecho carne.

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