Es importante recordar que, para los hebreos el mar es signo de lo desconocido, cuna de la perversión, origen de todo mal. Es por eso que la cultura hebrea nunca ha sido una cultura marítima, por cuanto lo único a lo que se han atrevido a sido quizá a la pesca en el lago de Tiberíades, pero está muy lejos de sus proyectos el establecer grandes desplazamientos. No es que no se dieran, pero en ellos hay cierta reticencia, cierto rechazo. Por ello en el Evangelio de hoy se plantea una escena interesante cuando, a instancias de Jesús, los apóstoles van a cruzar el lago hasta la otra orilla. El Evangelio no menciona si los demás estaban de acuerdo. Hay que notar que los marineros tienen cierta experiencia y conocen el clima, evitando los riesgos. El hecho es que se embarcan y empezaron el recorrido, y que de pronto vino una gran tormenta. Un fuerte vendaval se levantó y las olas comenzaron a encresparse, amenazando con hundir la barca. Paradójicamente, en medio de la agitación, Jesús duerme apaciblemente sobre un almohadón en la parte trasera del barco. Su inacción e indiferencia mueven a los apóstoles a reclamarle que esté tan ajeno a lo que está sucediendo. Le dicen: “¡Maestro!, ¿No te importa que nos aboquemos?”. La reacción de Jesús es notable por cuanto, no sólo manifiesta una reacción lógica ante una emergencia, sino que, sobre todo, se levanta lleno de poder, como Dios que es, a la dominar los fenómenos de la naturaleza, increpando al viento y al mar exigiéndoles silencio, a lo cual los elementos obedecen inmediatamente. La escena, que manifiesta el poder de Jesús sobre la naturaleza y sobre el mar, supuesto origen de toda perversión, despierta en los discípulos una clara reacción positiva hacia Jesús, preguntándose quién sería este hombre a quien hace el viento y el mar le obedecen.
La primera lectura, por su parte, es una preciosa descripción tomada del libro de Job, donde se nos hacen ver los orígenes del océano, el cual, evidentemente, surgió de las manos y de su omnipotente voluntad. El texto, muy antiguo y poético, pone en evidencia que los temores acumulados por los hebreos sobre el origen maligno del océano son absolutamente infundados. Más todavía, que los fenómenos de la naturaleza no son cosas para asustarse sino asuntos a superar y, en lo posible, aprovechar. Dios aparece en el precioso pasaje hablando curiosamente desde la tempestad. En la poesía, Dios se manifiesta poniéndole reglas al mar y, más todavía, vistiéndolo con las nubes y hasta poniéndole las nubes como pañales. Quizá lo más importante es que Dios le pone sus límites al mar por cuanto, y esto es una definición absolutamente clara, Dios es el creador y Señor de todas las cosas.
La segunda lectura, por su parte, se reenfoca en la figura de Jesucristo y del infinito amor de Dios por nosotros, lo que hace redefinir la vida humana en sus verdaderos valores. Según San Pablo, el amor de Dios nos impulsa a considerar, pero sobre todo a aceptar, lo trascendental de la muerte de Cristo al comprender que en su muerte y resurrección, está oculta la vida de todos. Este nuevo planteo, fun-damental y absolutamente revolucionario, nos lleve a buscar otros métodos de comunicación con los hermanos. Si estamos acostumbrados a una comunicación meramente humana, todo esto debe cam-biar, porque lo meramente humano ha sido cambiado sustancialmente por la manifestación del hijo de Dios en nuestra carne. Así se entiende que el que vive en Cristo sea una creatura nueva, que lo antiguo haya pasado, haya desaparecido, para descubrir el nuevo ser humano que existe en el presente. Dios hecho carne recalificó todas las cosas y nosotros, sus hermanos, debemos aprovechar su ejemplo.